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L I B R O CUARTO.



            Tomando entonces la palabra Adimanto, dijo:
            —¿Qué responderás, Sócrates, si seta objeta, que tus
         guerreros no son muy dichosos, y esto por falta suya, pues
         son realmente dueños del Estado, y sin embargo están pri-
        vados de todas las ventajas de la sociedad, no poseyendo
        como los demás, ni tierras, ni casas grandes, bellas y bien
         amuebladas; no pudiendo ni sacrificar á los dioses en una
        habitación doméstica, ni tener donde recibir huéspedes, ni
         poseer oro y plata, y en fin, nada de lo que, en opinión
        de los hombres, sirve para hacer una vida cómoda y agra-
         dable? En verdad se dirá, que los tratas como á extran-
        jeros, que están á sueldo del Estado sin otro destino que
        el de guardarle.
           —Añade, le dije yo, que su sueldo sólo consiste en el
        alimento, y además de esto que no tienen paga como las
        tropas ordinarias, y por lo tanto, que no pueden ni salir
        de los límites del Estado, ni viajar, ni regalar á libertinas,
        ni disponer de nada á su gusto, como hacen los ricos y
        los que presumen de dichosos. ¿Por qué pasas en silencio
        estos capítulos de acusación y otros muchos semejantes?
           —Únelos, si quieres, á lo que he dicho.
           —Me preguntas ¿qué tengo que responder á todo esto?
           -Sí.
           •—Sin separarnos del camino que hasta aquí hemos se-
        guido , creo que encontraremos en nuestro mismo plan re-
        cursos para justificarnos. Por lo pronto, diremos que no
        seria una cosa sorprendente, que la condición de nuestros




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
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                  guerreros fuese muy dichosa á pesar de todos estos in-
                  convenientes. Que de todos modos, al formar un Estado, no
                  nos hemos propuesto como fin la felicidad de un cierto or-
                  den de ciudadanos, sino la del Estado entero, porque he-
                  mos creído deber encontrar la justicia en un Estado go-
                  bernado de esta manera, y la injusticia en un Estado mal
                  constituido, y por medio de este descubrimiento ponernos
                  en posición de decidir la cuestión que es objeto de nues-
                  tra polémica. Ahora bien, en este momento nuestra ta-
                  rea consiste en fundar un gobierno dichoso, á nuestro pa-
                  recer por lo menos, un Estado, en el que la felicidad no
                  sea patrimonio de un pequeño número de particulares,
                  sino común á toda la sociedad. Examinaremos bien pronto
                  la forma de gobierno que se opone á esta. Si nos ocupá-
                  ramos en pintar estatuas, y alguno nos objetara que no
                  empleábamos los más bellos colores para pintar las más
                  bellas partes del cuerpo, por ejemplo, que no pintábamos
                  los ojos con bermellón sino con negro, creeríamos respon-
                  der cumplidamente á este censor, diciéndole: no te ima-
                  gines que nosotros habíamos de pintar los ojos tan bellos,
                  que dejaran de ser ojos, y lo que digo de esta parte del
                  cuerpo debe entenderse de todas las demás, y así lo que
                  debes exrmiuar es sí damos á cada parte el color que le
                  convide, de suerte que resulte un conjunto perfecto. Eso
                  le diría; y ahora te digo á tí otro tanto. No nos obligues
                  á hacer que vaya unida á la condición de nuestros guer-
                  reros una felicidad, que les haría dejar de ser lo que son.
                  Podríamos, si quisiéramos vestir nuestros labradores con
                  trajes talares, cargar sus vestidos de oro y no hacerles
                  trabajar la tierra sino por placer. Podríamos acostar al
                  alfarero al pié de su horno, cerca de su rueda, en reposo,
                  comiendo y bebiendo anchamente, y con la libertad de
                  trabajar cuando quisiera. Podríamos hacer dichosos déla
                  misma manera á todos los de las demás condiciones, para
                  que el Estado entero gozase de una perfecta felicidad;pero




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
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            no nos des semejante consejo, porque si le siguiésemos,
            el labrador cesarla de ser labrador, el alfarero de ser alfa-
            rero ; cada cual saldría de su condición, y no habría ya
            sociedad. Además, que los otros artesanos se manten-
            gan ó nó en sus respectivos oficios, no es negocio de gran
            importancia; que el zapatero sea mal zapatero, que se
            deje corromper, ó que alguno se tenga por zapatero sin
            serlo, el público no sufrirá por esto un gran daño. Pero
            si los que están designados para guardar el Estado y
            las leyes, sólo son guardadores en el nombre, ya conoces
            que conducirán la república á su ruina, porque de ellos
            es de quienes depende su buena administración y su feli-
            cidad. Por consiguiente, si queremos formar buenos guar-
            dadores, pongámoslos en la imposibilidad de dañar en lo
            más mínimo á la comunidad. El que sea de otro dicta-
            men y quiera hacer de ellos labradores ó alegres convi-
            dados á una fiesta pública, tendrá en cuenta todo lo que
            requiera menos la idea de un Estado. Por lo tanto, veamos
            si nuestro propósito, al establecer la clase de los guerre-
            ros, es proporcionarles la mayor felicidad posible, ó si es
            más bien el proveer á la felicidad de todo el Estado, y de
            convencer y precisar á los guardadores y defensores de la
            patria,como á todos los demás ciudadanos, á que cumplan
            lo mejor posible la tarea que les está asignada; de suerte
            que cuando el Estado se haya robustecido y esté bien ad-
            ministrado, todos participarán de la felicidad pública,
            unos más, otros menos, según la calidad de su empleo.
               —Lo que dices me parece muy sensato.
               —No sé si este otro razonamiento, que es del mismo gé-
             nero, te parecerá menos exacto.
               —¿ De qué se trata?
               —Mira sí lo que voy á decir no es lo que pierde y cor-
             rompe de ordinario á los artesanos.
               —¿Qué es lo que les pierde?
               —La opulencia y la pobreza.




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
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                   —¿Cómo?
                   —De la manera siguiente: el alfarero, si se hace rico,
               ¿se ocupará mucho de su oficio?
                   -No.
                   —Se hará, por lo tanto, cada dia más holgazán y más
                negligente.
                   —Sin duda.
                   —Y por consiguiente, peor alfarero.
                   -Sí.
                   —Por otra parte, si la pobreza le quita los medios de
               proporcionarse instrumentos y todo lo necesario para su
               arte, se reseutirá su trabajo, y sus hijos y los demás
               obreros á quienes él enseñe serán menos hábiles.
                    —Es cierto.
                   —Y así, las riquezas y la pobreza dañan igualmente á
               • las artes y á los que las ejercen.
                   —Así parece.
                   —Hé aquí dos cosas en que nuestros magistrados deberán
                poner gran cuidado, para que no entren en nuestro Estado.
                   —¿Cuáles son?
                   —La opulencia y la pobreza, porque la una engendra
                la molicie, la holgazanería y el amor á las novedades;
                y la otra este mismo amor á las novedades, la bajeza y
                el deseo de hacer mal.
                   —Convengo en ello; pero Sócrates, te suplico, que
                fijes tu atención en una cosa. ¿Cómo podrá nuestro Estado
                sostener la guerra, si no tiene tesoros, sobre todo, si tiene
                que habérselas con una república rica y poderosa ?
                   —Es cierto que habrá dificultad para defenderse contra
                una sola; pero se defenderá más fácilmente contra dos.
                   —¿Qué es lo que dices?
                   —Por lo pronto, si es preciso venir á las manos, nues-
                tras gentes, ejercitadas en la guerra, ¿no tienen que ha-
                bérselas con enemigos ricos?
                   -Sí.




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
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                  —Pero, Adimanto, un luchador ejercitado ¿no vencerá
               fácilmente á dos adversarios ricos y obesos?
                 —No, si ha de habérselas con los dos á la vez.
                  — ¡Qué! si tuviese libertad para huir y pudiere herir,
               volviéndose, al que le siguiese inás de cerca, y si emplease
               muchas veces esta estrategia á la luz del sol y en medio de
               uncafor ardiente, ¿le seria difícil batir á muchos, unos en
               pos de otros?
                 —Verdaderamente no tendría nada de extraño.
                  —¿Crees tú que los ricos, de que hablamos, estén más
              ejercitados en la lucha que en la guerra?
                 —No lo creo.
                 —Por consiguiente, á lo que parece, nuestros atletas
              se batirán sin dificultad contra un ejército de ricos dos ó
              tres veces más numeroso.
                 —Estoy conforme, porque me parece que tienes razón.
                 —Y si pidiesen socorro á los habitantes de un Estado
              vecino, diciéndoles lo que es verdad: nosotros no tenemos
              necesidad de oro ni de plata, y nos está prohibido tenerlo;
              venid á nuestro socorro, y os abandonaremos los despojos
              de nuestros enemigos; ¿crees tú que aquellos á quienes
              se hiciesen tales ofrecimientos, querrían más hacer la
              guerra á perros flacos y robustos, que unirse á ellos con-
              tra un ganado gordo y delicado?
                 —No lo creo; pero si algún Estado vecino reúne de esa
              manera todas las riquezas de los demás, temo que se haga
              temible al nuestro.
                 — ¡ Dichoso tú, que crees que el nombre de Estado
              pueda convenir á otro que al que nosotros formamos!
                 —¿Por qué no?
                 —Es preciso dar á los demás un nombre de significa-
              ción más extensa; porque cada uno de ellos no es uno
              sino muchos (1), como se dice en el juego. Por lo menos

                (1) Expresión proverbial empleada en el juego de dados.




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
202
             encierra dos, que se hacen lag-uerra: el uno compuesto de
             ricos, el otro compuesto de pobres; y cada uno de ellos se
             gubdivide en otros muchos. Si los atacas á todos, como si
             formaran un solo Estado, no conseguirlas tu objeto; pero si
             consideras cada uno de estos Estados como compuesto de
             muchos, y abandonas las riquezas á los unos, el poder y
             la vida á los otros, tendrás siempre muchos aliados y
             pocos enemigos. Todo Estado gobernado por leyes sabias,
             como las nuestras, será muy grande, no digo en aparien-
             cia, sino en realidad, aun cuando no pueda poner sobre
             las armas más que mil combatientes. Con dificultad en-
             contrarás otro mayor entre los griegos y los bárbaros,
             aunque haya muchos que parezcan serlo. ¿Crees tú lo
             contrario ?
                —No, seguramente.
                —Ya tenemos fijado el límite más perfecto, que nues-
             tros magistrados pueden poner al acrecentamiento del Es-
             tado y de su territorio, el cual no deben traspasar nunca.
                —¿Cuál es ese límite?
                —Es á mi juicio el dejarle agrandar cuanto pueda ser,
             pero sin que jamás deje de ser uno con perjuicio de la
             unidad.
                —Muy bien.
                —Y así ordenaremos á nuestros magistrados que obren
             de tal manera, que el Estado no parezca grande ni pe-
             queño, sino que debe permanecer en un justo medio y
             siempre uno.
                —Eso no es de mucha importancia.
                —De menos es lo que arriba les recomendamos, cuando
             dijimos que era preciso hacer descender á la condición
             más humilde al hijo degenerado del guerrero, y elevar
             al rango de los guerreros á los hijos de baja condición,
             que se hiciesen dignos de ello. Quisimos por este medio
             hacerles entender, que cada ciudadano sólo debe aplicarse
             á una cosa, aquella para la que ha nacido, á fin de que




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
203
               cada particular, ajustándose á la profesión que le convie-
               ne, sea uno; para que el Estado sea también uno, y no
               haya ni muchos ciudadanos en un solo ciudadano, ni
               muchos Estados en un solo Estado.
                  —Es cierto que este punto es menos interesante que
               el primero.
                  —Todo lo que nosotros les ordenamos aquí, no es tan
               importante como pudiera imaginarse, no es nada. Interesa
               solamente observar un punto, el único importante, ó más
               bien el único preciso.
                  —¿Cuál es?
                  —La educación de la juventud y de la infancia. Si
               nuestros ciudadanos son bien educados y se hacen hom-
               bres en regla, verán por sí mismos fácilmente la impor-
               tancia de todos estos puntos y de muchos otros que omi-
               timos aquí, como todo lo relativo á las mujeres, al matri-
               monio y á la procreación de los hijos; y verán, digo, que
               según el proverbio, todas las cosas deben de ser comunes
               entre los amigos.
                  —Perfectamente bien.
                  —En un Estado todo depende de los principios. Si ha
               comenzado bien, va siempre agrandando como el círculo.
               Una buena educación forma un buen carácter; los hijos
               siguiendo desde luego los pasos de sus padres, se hacen
               bien pronto mejores" que los que les han precedido, y tie-
               nen, entre otras ventajas, la de dar á luz hijos que les su-
               peran á ellos mismos en mérito, como sucede con los ani-
               males.
                  —Así debe ser.
                  —Por tanto, para decirlo todo en dos palabras, los que
               hayan de estar á la cabeza de nuestro Estado vigilarán
               especialmente para que la educación se mantenga pura;
               y, sobre todo, para que no se haga ninguna innovación ni
               en la gimnasia ni en la música; y si algún poeta dice




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
204
             Los cantos más nuevos son los que más agradan (1),

           no se crea que el poetase refiere á canciones nuevas, sino
          á una manera nueva de cantar, y por lo mismo no deben
          aprobar semejantes innovaciones. No debe alabarse ni
          introducirse alteración ninguna de esta especie. En ma-
          teria de música han de estar muy prevenidos para no ad-
          mitir nada, porque corren el riesgo de perderlo todo, ó
          como dice Damon, y yo soy en esto de su dictamen, no
          se puede tocar á las reglas de la música sin conmover las
          leyes fundamentales del gobierno.
             —Cuéntame entre los que piensan así.
             —Nuestros magistrados harán de la música, según mi
          parecer, la cindadela del Estado.
             —Sí, pero el desprecio de las leyes se hace sentir in-
          sensiblemente, sin apercibirse de ello.
             —Eso es cierto. Al pronto parece que es un juego y
          que no hay ningún mal que temer.
             —En efecto; en un principio no hace más que insi-
          nuarse poco á poco y deslizarse suavemente en los hábitos
          y en las costumbres. Después sigue aumentándose, y se
          introduce en las relaciones que tienen entre sí los miem-
          bros de la sociedad, y desde aquí avanza hasta las leyes
          y principios de gobierno, que ataca, mi querido Sócrates,
          con la mayor insolencia; concluyendo por producir la
          ruina del Estado y de los particulares.
             —¿Sucede esto?
             —Por lo menos así me lo parece. Por consiguiente, esa
          será una razón más para someter muy en tiempo los juegos
          de los niños á la más severa disciplina, porque por poco
          que ésta llegue á relajarse y que nuestros niños se extra-
          vien en este punto, es imposible que en la edad madura
          sean virtuosos y sumisos á las leyes.

             (1) Orfwía, I, v. 351.




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
205
                 —¿Cómo podrían serlo?
                 —Mientras que si los juegos de los niños se someten á
              regla desde el principio; si el amor al orden entra en su
              corazón con la música, sucederá, por un efecto contrario,
              que todo irá de mejor en mejor, de suerte que si la disci-
             plina se relajase en algún punto, ellos mismos la repara-
              rían un día.
                 —Es cierto.
                 —Ellos mismos restablecerán estas reglas que pasan
              por minuciosas , y que sus predecesores habrán dejado
              caer enteramente en desuso.
                 —¿Cuáles son esas reglas?
                 —Las siguientes: estar callado delante de los ancia-
             nos, levantarse cuando éstos se presentan, cederles siem-
             pre el puesto de honor, respetar á los padres, conservar
              el modo de vestir, de cortarse el pelo y de calzarse, todo lo
             relativo al cuidado del cuerpo y otras mil cosas seme-
             jantes. Todo esto ¿no lo encontrarán por sí mismos?
                 —Sí.
                 —Sería una locura hacer leyes sobre tales objetos, pues
             ya se impongan por escrito ó á viva voz, no por eso serian
             mejor observadas. Por otra parte, ningún legislador ha
             descendido nunca á semejantes pormenores.
                 —Es cierto.
                 —Parece, mí querido Adimanto, que todas estas prác-
             ticas son un resultado natural de la educación, porque lo
             semejante ¿no atrae siempre á su semejante?
                 — Sin duda.
                 —Por consiguiente, nuestra conducta concluye por ser
             muy buena ó muy mala, según el punto de partida.
                 —Así debe ser.
                 —Por esta razón yo no querría estatuir nada sobre esta
             clase de cosas.
                 —Tienes razón.
                 —Pero, en nombre de los dioses, ¿emprenderemos el for-




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
206
        mar reglamentos sobre el contrato de compra y venta, los
        convenios sobre la mano de obra, los insultos, las violen-
        cias, los procesos, el establecimiento de los jueces, la im-
        posición ó supresión de derechos por la entrada ó salida
        de las mercancías por mar ó por tierra, y, en una pala-
        bra, sobre todo lo relativo al tráfico, á la ciudad y al
        puerto?
           —No es necesario prescribir nada sobre eso á los hom-
        bres de bien; ellos encontrarán por sí mismos sin dificul-
        tad los reglamentos que sean precisos.
           —Sí, mi querido amigo, si Dios les da el don de con-
        servar en toda su pureza las leyes que nosotros hemos
        establecido al principio. Si no, pasarán su vida formando
        cada dia nuevos reglamentos sobre todos estos artículos,
        los adicionarán haciendo correcciones sobre correcciones,
        imaginándose siempre que así conseguirán la perfección.
           —Es decir, que su conducta se parecerá á la de aque-
        llos enfermos que por intemperancia no quieren renunciar
        á un género de vida que altera su salud.
           —Justamente.
           —La conducta de tales enfermos tiene algo de singular.
        Todos los remedios que toman no hacen más que compli-
        car y empeorar su enfermedad, y sin embargo, esperan
        siempre la salud de cada remedio que se les aconseja.
           —Ese es precisamente su estado.
           —¿No es lo más singular en ellos el que consideran
        como su más mortal enemigo al que les anuncie que si no
        cesan de comer y beber con exceso y de vivir en el liber-
        tinaje y en la desidia, de nada les servirán ni las bebidas,
        ni el hierro, ni el fuego, ni los encantamientos, ni los
        amuletos?
           —No veo la gracia que tenga el irritarse contra los que
        nos dan buenos consejos.
           —Me parece que no eres partidario muy decidido de
         esta clase de gentes.




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
207
            —No, ¡por Júpiter!
            —Tampoco aprobarás, volviendo á nuestro asunto, un
          Estado que observe una conducta semejante. ¿Qué te pa-
         rece? ¿No es esta la conducta que observan los Estados
         mal gobernados, cuando prohiben á los ciudadanos bajo
         pena de muerte tocar á la Constitución, mientras que,
         por otra parte, el que sabe adular suavemente los vicios
          del Estado, adelantándose á sus deseos, previendo muy
          en tiempo sus intenciones, y que es bastante hábil para
         atenderlas, pasa por un ciudadano virtuoso, por un gran
         político, y se ve colmado de honores ?
            —Eso mismo hacen precisamente; y estoy muy distante
         de aprobarlo.
            —¿No admiras, sin embargo, el valor y la compla-
         cencia de los que se avienen y hasta se apresuran á con-
         sagrar todos sus cuidados á tales Estados?
            —Sí los admiro; pero exceptúo á aquellos que deján-
         dose engañar por la multitud, se imaginan ser grandes
         políticos á causa de los aplausos que les prodigan.
            —¡Qué! ¿no quieres excusarles? ¿Crees que un hombre
         que ignora el arte de medir, y á quien la multitud dice
         que tiene cuatro codos de alto, pueda dejar de creerlo?
            -No.
            —No te irrites cpntra nuestros políticos; son las gen-
         tes más divertidas del mundo con sus reglamentos, que
         modifican sin cesar, persuadidos de que remediarán así
         los abusos que se infiltran en las relaciones de la vida
         sobre todos los puntos de que he hablado. No pueden ima-
         ginarse que realmente no hacen más que cortar las cabe-
         zas de una hidra.
            —Efectivamente, no hacen otra cosa.
            —Por lo tanto, no creo que, cualquiera que sea el Es-
         tado de que se trate, esté bien ó mal gobernado, deba un
         legislador sabio entrar en este pormenor de leyes y de re-
         glamentos; en el uno, porque es inútil y nada se gana




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
208
             con esto; y en el otro, porque están al alcance de cual-
             quiera ó se deducen por sí mismos de las leyes ya esta-
             blecidas.
               —¿Qué ley nos corresponde hacer ahora?
               —Ninguna. Pero demos á Apolo Deifico el cuidado de
            hacer las leyes más grandes, más bellas y más impor-
            tantes.
               —¿Cuáles son?
               —Las relativas á la construcción de templos, á los
            sacrificios, al culto de los dioses, á los genios y á los hé-
            roes , á los funerales y á las ceremonias que sirven para
            aplacar los manes de los muertos. Nosotros no sabemos
            cómo se deben arreglar estas cosas, y puesto que funda-
            mos un Estado, no seria de razón que acudiésemos á otros
            hombres, ni consultáramos otro intérprete que el del país,
            y el intérprete natural del país, en materia de religión,
            es el dios de Delfos, que ha escogido el centro y como el
            ombligo de la tierra para hacernos saber desde allí sus
            oráculos (1).
               —Dices bien; sólo á él debemos acudir.
               —Hijo de Aristón, nuestro Estado está por fin for-
            mado. Llama á tu hermano Polemarco y á todos los que
            aquí se encuentran. Tratad de descubrir juntos, con el au-
            xilio de alguna antorcha, en qué punto residen la jus-
            ticia y la injusticia, en qué se diferencia la una de la
            otra, y á cual de las dos debe uno atenerse para ser sóli-
            damente dichoso, ya pueda ó nó evitar las miradas de los
            hombres y de los dioses.
               —.En vano intentas comprometernos en esta indaga-
            ción, dijo Glaucon; porque tú mismo nos has ofrecido
            hacerlo, al declararte impío si no defendías la justicia
            con todas tus fuerzas.

              (1) Los antiguos creían que Delfos estaba situado en el centro
            del mundo. Véase á Esquilo. Eumenides, v. 40.




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             —Son mis propias palabras las que me recuerdas. Voy,
          pues, á hacer lo que he prometido; pero es preciso que
          me ayudéis.
             —Te ayudaremos.
             —Me prometo de ese modo encontrar lo que buscamos.
          Si las leyes que hemos establecido son buenas, nuestro
          Estado debe ser perfecto.
             —Sin duda.
             —Por lo tanto, es claro que nuestro Estado es prudente,
          fuerte, templado y justo.
             —Es evidente.
             —Si descubrimos cualquiera de estas cualidades en
          él, lo que queda será lo que no hayamos descubierto.
             —Sin contradicción.
             —Si de las cuatro cosas buscamos una y se nos mues-
          tra desde luego, limitaremos á ella nuestras indagacio-
          nes ; y si conociésemos de igual modo las tres primeras,
          conoceríamos también la cuarta, que seria evidentemente
          la que quedaba por encontrar.
             —Tienes razón.
             —Apliquemos, pues, este método á nuestra indagación,
          puesto que las virtudes de que se trata, son cuatro.
             —Apliquémoslo.
             —No es difícil, en primer lugar, descubrir la pruden-
          cia; pero encuentro algo de singular con relación á ella.
             -¿Qué?
             —La prudencia reina en nuestro Estado, porque el
          buen consejo reina en él: ¿no es así?
             -Sí.
             —No es menos claro que la ciencia preside á este buen
          consejo, puesto que no es la ignorancia sino la ciencia la
          que enseña á dictar medidas justas.
             —Eso es claro.
             —Pero hay en nuestro Estado ciencias de todas clases.
             —Sin duda.
                  TOMO vil.                                           14




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                    —¿Es debido á la ciencia de los arquitectos el que el
                 Estado sea prudente y sabio en sus consejos?
                    —No es debido á esa ciencia, porque el elogio recae-
                 ría sobre el arte de la arquitectura.
                    —Tampoco se llamará prudente al Estado cuando de-
                 libere sobre la manera de bacer excelentes obras de car-
                 pintería según las reglas de este oficio.
                    —No.
                    —Ni cuando delibere sobre las obras de bronce ó cual-
                 quier otro metal.
                    —De ninguna manera.
                    —Ni cuando se trate de la producción de los bienes de
                 la tierra, porque esto corresponde á la agricultura.
                    —Sin duda.
                    —¿Hay en el Estado, que acabamos de formar, una cien-
                 cia que resida en algunos de sus miembros y cuyo fin
                 es deliberar, no sobre alguna parte del Estado, sino sobre
                 el Estado todo y sobre su gobierno, tanto interior como
                 exterior?
                    —Sin duda, la bay.
                    —¿Qué ciencia es ésta y en quién reside?
                    —Es la que tiene por objeto la conservación del Estado,
                 y reside en aquellos magistrados que están encargados de
                 su guarda.
                    —Con relación á esta ciencia, ¿cómo Uamas á nuestro
                 Estado?
                    —Verdaderamente prudente y sabio en sus consejos.
                    —¿Crees que baya entre nosotros más excelentes ber^
                 reros que excelentes magistrados?
                    —Mucbos más herreros.
                    —En general, de todos los cuerpos que toman su nom-
                 bre de la profesión que ejercen , ¿no será el cuerpo de los
                 magistrados el menos numeroso?
                    -Si.
                    —Por consiguiente, todo Estado, organizado natural-




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
211
           mente, debe su prudencia á la ciencia que reside en la
           más pequeña parte de él mismo; es decir, en aquellos que
           están á la cabeza y que mandan. Y al parecer la natura-
           leza produce en mucho menos número los hombres, á quie-
           nes toca consagrarse á esta ciencia; ciencia que es, entre
           todas las demás, la única que merece el nombre de pru-
           dencia.
              —Es muy cierto.
              —No sé por qué especie de fortuna hemos encontrado
           esta cosa, primera de las cuatro que buscábamos, así como
           el punto de la sociedad en que reside.
              —Me parece suficientemente indicada.
              —En cuanto al valor, no es difícil descubrirlo así como
          el cuerpo en que reside, y que obliga á dar al Estado
          el nombre de valeroso.
              —¿Cómo?
              —¿Hay otro medio de asegurarse de si un Estado es co-
          barde ó animoso, que examinar el carácter de los que es-
          tán encargados de su defensa?
              —No.
              — Porque de que los demás ciudadanos sean cobardes ó
          valientes, nada se puede deducir con relación al Estado.
              -No.
              —El Estado es valiente mediante aquella parte de él
          mismo, en la que reside cierta virtud que conserva en todo
          tiempo, respecto de las cosas temibles, la idea que ha reci-
          bido del legislador en su educación. ¿No es esta, en efec-
          to, la definición del valor?
              —No he comprendido bien lo que acabas de decir. Ex-
          plícalo más.
             —Digo que la fortaleza es una especie de conservación.
              — ¿De qué?
              — De la idea, que las leyes nos han dado por medio de
          la educación tocante á las cosas que son de temer. Digo
          en todo tiempo, porque, en efecto, el valor conserva




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212
               siempre esta idea; y no la pierde jamás de vista, ni en el
               dolor, ni en el placer, ni en los deseos, ni en el temor.
               Voy, si quieres, á explicarte esto con una comparación.
                  —Me alegro.
                  —¿Sabes la manera cómo se arreglan los tintoreros
              cuando quieren teñir la lana de púrpura? Entre las lanas
               de toda clase de colores escogen la blanca, la preparan
               en seguida con el mayor cuidado, á fin de que tome mejor
               el coloc de que se trata, y después de esto, la tiñen. Esta
               clase de tintura no se borra; y látela, ya se la lave
              simplemente ó ya se la jabone, no pierde su brillantez;
              mientras que, si la lana que se intenta teñir, tiene ya
              otro color, ó si se sirve de la blanca sin la conveniente
              preparación, ya sabes lo que sucede.
                  —Si, ni el color dura, ni tiene brillantez.
                  — Imaginate ahora, que nosotros nos hemos esforzado
              para hacer lo mismo, escogiendo nuestros guerreros con
              las mayores precauciones y preparándolos mediante la
              música y la gimnasia. Nuestra intención alebrar así, es
              que tomen una tintura sólida de las leyes; que su alma,
              bien nacida y bien educada, se penetre de tal manera de
              la idea de las cosas que son de temer, lo mismo que de
              todas las demás, que ninguna clase de loción pueda bor-
              rarla; ni la del placer, que para este efecto tiene otra vir-
              tud distinta que la cal y los lavados, ni el dolor, ni el
              temor, ni el deseo. Esta idea justa y legítima de lo que
              es de temer y de lo que no lo es ; esta idea, que nada
              puede borrar, es á lo que yo llamo valor. Dime ahora si
              eres de la misma opinión.
                  — Sí; porque me parece, que darás á esta idea un
              nombre distinto del de valor sino es fruto de la educa-
              ción, si tiene un carácter brutal y servil; entonces no la
              considerarás como legítima.
                 — Dices verdad.
                  — Por lo tanto, admito tu definición del valor.




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               — Admite igualmente que es una virtud política, y no
            te engañarás. En otra ocasión hablaremos más por ex-
            tenso sobre este punto, si te parece bien. Por ahora ya
            hemos dicho lo bastante, porque no es la fortaleza la que
            buscamos, sino la justicia.
               —Tienes razón.
               —Aún nos restan dos cosas que descubrir en nuestro
           Estado; la templanza, y después la justicia, que es el ob-
           jeto principal de nuestras indagaciones.
               —Muy bien.
               — ¿Cómo haremos para encontrar directamente la jus-
           ticia sin tomarnos antes el trabajo de indagar qué sea la
           templanza?
              —Yo no lo sé; pero no me gustaría que se nos mostrara
           aquella la primera, porque entonces no nos tomaríamos el
           trabajo de examinar lo que es la templanza. Y así te agra-
            decería que comenzaras por ésta.
               —Haría yo mal en no consentir en ello.
              —Comienza, pues, el examen.
               — Es lo que voy hacer. A lo que yo puedo alcanzar,
           esta virtud consiste en cierto acuerdo y en cierta armonía,
           que la distingue délas precedentes.
              —¿Cómo?
              — La templanza no es otra cosa que un cierto orden, un
           freno que el hombre pone á sus placeres y á sus pasiones.
           De aquí viene probablemente esta expresión, que no en-
           tiendo bastante bien: ser dueño de sí mismo; y algunas otras
           semejantes, que son, por decirlo así, vestigios de esta vir-
           tud. ¿No es así?
              — Sí, seguramente.
              — Esta expresión, dueño de sí mismo, tomada á la le-
           tra, ¿no es ridicula? ¿No seria en este caso el mismo hom-
           bre dueño y esclavo de sí mismo, puesto que esta expre-
           sión se refiere á la misma persona?
              — Sin duda.




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
214
                   —Hé aquí, á mi parecer, el sentido en que debe tomar-
                se. Hay en el alma del hombre dos partes: una superior
               y otra inferior. Cuando la parte superior manda á la infe-
               rior, se dice del hombre que es dueño de sí mismo, y es
               un elogio. Pero cuando, por falta de educación ó por cual-
               quiera mal hábito, la parte inferior impera sobre la su-
               perior, se dice del hombre que es desarreglado y esclavo
               de sí mismo, lo cual se tiene por vituperable.
                  —Esa explicación me parece exacta.
                   — Echa ahora una mirada sobre nuestro nuevo Estado,
               y verás que puede decirse con razón de él que es dueño
               de sí mismo, si es cierto que debe llamarse templado y
               dueño de sí propio á todo hombre, á todo Estado, en el
               que la parte más estimable manda á la que lo es menos.
                  —Ya miro y encuentro que dices verdad.
                  —Sin embargo, • no quiere decir esto que no se en-
               cuentren en él pasiones sin número y de todas clases, lo
               mismo que placeres y penas en las mujeres, en los escla-
               vos , y hasta en la mayor parte de los que se dicen ser de
               condición libre y que valen poca cosa.
                  — Se encuentran, sin duda.
                  —Pero con respecto á los sentimientos sencillos y mo-
               derados, fundados sobre opiniones exactas y gobernados
               por la razón, sólo se encuentran en un pequeño número de
               personas, que unen á un excelente natural una excelente
               educación.
                  —Es cierto.
                  —¿Pero no ves al mismo tiempo que en nuestro Estado
               los deseos y las pasiones de la multitud, que es la parte
               inferior, serán arreglados y moderados por la prudencia
               y la voluntad del pequeño número, que es el de los sabios?
                  — Lo veo.
                  —Si de alguna sociedad puede decirse que es dueña de
               sí misma, de sus placeres y de sus pasiones, es preciso de-
               cirlo de ésta.




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
215
                —Sin duda.
                —Y que por esta razón es templada; ¿ no es asi ?
                -Sí.
                —Y si hay alguaa sociedad, en la que los magistrados
             y los subditos tengan la misma opinión acerca de los que
             deben mandar, es seguramente la nuestra. ¿Qué te pa-
             rece?
                — No dudo de eso.
                — Cuando los miembros de la sociedad están así de
             acuerdo, ¿en quiénes dirás que reside la templanza, en
             los que mandan ó en los que obedecen ?
                —En unos y en otros.
                —Ya ves cuan fundada era nuestra conjetura, cuando
            comparábamos la templanza con una cierta armonía.
                —¿Por qué razón?
                —Porque no sucede con ella lo que con la prudencia
            y la fortaleza, puesto que encontrándose cada una de es-
            tas sólo en una parte del Estado, hacen, sin embargo,
            que el Estado entero sea prudente y valiente; mientras
            que la templanza está derramada por todos los miembros
            del Estado, desde los de más baja condición hasta los de
            la más alta, entre los cuales establece la templanza un
            acuerdo perfecto bajo el punto de vista de la prudencia,
            de la fortaleza, del número, de las riquezas de los ciuda-
            danos ó de cualquier otra cosa. De manera que puede
            decirse con razón, que la templanza consiste en este buen
            acuerdo, y que es una armonía establecida por la natu-
            raleza entre la parte superior y la parte inferior de una
            sociedad ó de un particular, para decidir cuál es la parte
            que debe mandar- á la otra.
               — Soy decididamente de tu dictamen.
               — Ya hemos encontrado, á mi parecer, lo que hace que
            sea nuestra república prudente, fuerte, templada. Qué-
            danos ahora por descubrir lo que debe completar su
            virtud, y que es claro que tiene que ser la justicia,




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
216
                  — Eso es evidente.
                  —Hagamos como los cazadores, mi querido Glaucon,
               averigüemos el punto donde la justicia debe encontrarse,
               tomemos todas las medidas para impedir que se escape
               y desaparezca á nuestros ojos. En verdad, debe de estar
               en algún punto. Mira, y avísame si la ves primero.
                  —Pluguiera á los dioses, pero no será asi: bastante haré
               si puedo seguirte, y percibir las cosas á medida que me
               las muestres.
                  — Invoquemos á los dioses y sígneme.
                  —Es lo que voy á hacer. Marcha tú delante.
                  — El lugar me parece oscuro, embarazoso y de difícil
               acceso. Sin embargo, avancemos.
                  — Pues adelante.
                  Después de haber mirado por algún tiempo: buena
               nueva, mi querido Glaucon; exclamé yo. Me parece que
               sigo la pista, y creo que no se nos escape la justicia.
                  — iDichosa nueva!
                  —En verdad que lo mismo tú que yo somos bien poco
               perspicaces.
                  —¿Por qué?
                  —Hace mucho tiempo, mi querido amigo, que la tene-
               mos ánuestros pies, y no la hablamos visto. Merecemos
               que se rían de nosotros como de los que buscan lo que tie-
               nen entre manos. Fijamos nuestras miradas allá lejos, en
               lugar de mirar cerca de nosotros, que es donde está. Quizá
               es esta la causa de habérsenos ocultado por tanto tiempo.
                  —¿Qué dices?
                  —Digo que há mucho tiempo que hablamos de la jus-
               ticia sin fijar nuestra atención en que es de ella de la que
               hablamos.
                  —Me haces sufrir con ese largo preámbulo.
                  —Pues bien, escucha y ve si tengo razón. Lo que es-
               tatuimos al principio, cuando fundamos nuestro Estado,
               como un deber universal é indispensable, es la justicia




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
217
            misma ó, por lo menos, algo que se le parece. Dijimos y
            hemos repetido muchas veces, si te acuerdas, que cada
            ciudadano no debe tener más que un oficio, aquel para el
            que desde su nacimiento ha descubierto mejores disposi-
            ciones.
               —Eso es lo que dijimos.
               —Pero hemos oido decir á otros, y nosotros mismos lo
           hemos repetido muchas veces, que la justicia consiste en
            ocuparse únicamente en sus negocios sin mezclarse para
            nada en los de otro.
               —Así lo hemos dicho.
               —Entonces, mi querido amigo, me parece que la justi-
            cia consiste en que cada uno haga lo que tiene obligación
           de hacer. ¿Sabes lo que me induce á creerlo?
               —Nó, dilo.
              —Me parece que después de la templanza, de la forta-
           leza y de la prudencia, lo que nos falta examinar en
           nuestra república debe ser el principio mismo de estas
           tres virtudes, lo que las produce y, después de produci-
           das, las conserva mientras subsiste en ellas. Ya dijimos
           que si encontrábamos estas tres virtudes, lo que quedara,
           puestas estas aparte, seria la justicia.
              —Precisamente tiene que ser ella.
               —Si nos viéramos en la necesidad de decidir qué es lo
           que contribuirá más á hacer nuestro Estado perfecto, si
           la concordia entre los magistrados y los ciudadanos, ó la
           idea legítima é inquebrantable en nuestros guerreros de
           lo que debe temerse y de lo que no debe temerse, ó la
           prudencia y la vigilancia de los que gobiernan, ó, en fin,
           esta virtud mediante la que todos los ciudadanos, muje-
           res, niños, hombres libres, esclavos, artesanos, magistra-
           dos y subditos, se limitan cada uno á su oficio sin mez-
           clarse en los demás, nos seria difícil dar nuestro fallo.
              —Muy difícil.
              —Y así esta virtud que contiene á cada uno en los 11-




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
218
              mites de su propia tarea, no contribuye menos á la per-
              fección de la sociedad civil, que la prudencia, la fortaleza
               y la templanza.
                 —No.
                 —y esta virtud, que unida á las demás, asegura el
              bien del Estado, ¿no es la justicia?
                 —Seguramente, no es otra cosa.
                 —Asegurémonos de esta verdad por otro camino. Los
              magistrados en nuestro Estado ¿no han de estar encarga-
              dos de dar sus fallos sobré las diferencias de los particu-
              lares?
                 —Sin duda.
                 —¿Y qué otro fin pueden proponerse en sus juicios, sino
              el impedir que nadie se apodere de los bienes ajenos, ni
              tampoco que se le prive de los suyos propios?
                 —Ningún otro.
                 —¿Y esto no es así, porque es justo?
                 —Sí.
                 —Luego esta es una prueba más de que la justicia ase-
              gura á cada urió la posesión de lo que le pertenece y el
              ejercicio libre del empleo que le conviene.
                 —Es cierto.
                 —Mira si eres tú del mismo dictamen que yo. Que el
              carpintero se ingiera en el oficio del zapatero ó el zapa-
              tero en el del carpintero; que cambien sus instrumentos
              y el salario que reciban ó que el mismo hombre desem-
              peñe los dos oficios á la vez; ¿crees tú que este desorden
              cause un gran mal á la sociedad?
                 -No.
                 —Pero si el que la naturaleza ha destinado á ser arte-
              sano ó mercenario, ensoberbecido con sus riquezas, su cré-
              dito, su fuerza ó cualquiera otra ventaja semejante, se
              ingiriese en el oficio del guerrero, ó el guerrero en las
              funciones del magistrado, sin capacidad para ello; si hi-
              ciesen m cambio con los instrumentos propios de su oficio




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
219
            y con las ventajas que van unidas á ellos, ó si un mismo
            hombre quisiese desempeñar á la vez estos oficios diferen-
            tes, entonces creo yo, y tú indudablemente creerás con-
           migo, que semejante trastorno y tal confusión producirían
           infaliblemente la ruina de la sociedad.
               —Infaliblemente.
               —La confusión y mezcla de estos tres órdenes de fun-
           ciones es por tanto el acontecimiento más funesto que
           puede tener lugar en un Estado. Puede decirse que es un
            verdadero crimen.
              —Es cierto.
               —Y bien, ¿no es la injusticia el más grande, el verda-
           dero crimen contra el Estado ?
              —Sí.
              —En esto, pues, consiste la injusticia. De donde se si-
           gue que cuando cada uno de los órdenes del Estado, el
           de los mercenarios, el de los guerreros y el de los magis-
           trados , se mantiene en los límites de su oficio y no los
           traspasa, esto debe ser lo contrario de la injusticia; es de-
           cir, la justicia, y lo que hace que una república sea justa.
              —Me parece que no puede ser de otra manera.
              —No lo afirmemos aún. Veamos antes si lo que acaba-
           mos de decir de la justicia considerada en el Estado, puede
           aplicarse á cada hombre en particular, porque ¿qué más
           podemos exigir? En el caso contrario, será preciso encami-
           nar nuestras indagaciones en otra dirección. Pero en este
           momento procuremos dar fin y cabo á la indagación que
           hemos emprendido en la seguridad de que nos seria más
           fácil conocer cuál es la naturaleza de la justicia en el
           hombre, si ensayábamos antes contemplarla y encontrarla
           en un modelo más grande. Hemos creído que un Estado
           nos ofrecía el modelo que deseábamos, y sobre este fun-
           damento hemos formado uno, el más perfecto que nos
           ha sido posible, porque sabíamos bien que la justicia ha-
           bría de encontrarse necesariamente en un Estado bien




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
•220
              constituido. Trasladeaios á nuestro pequeño modelo, es
              decir, al hombre, lo que hemos descubierto en el grande,
              y si en el uno corresponde todo al otro, las cosas marcha-
              rán bien. Si hay en el hombre algo que no convenga á
             nuestro gran modelo, repetiremos el ensayo, y compa-
             rándole de nuevo con el hombre, frotando el uno con el
             otro, por decirlo así, haremos salir la justicia como sale
             la chispa del pedernal, y á la claridad que arroje la re-
             conoceremos sin temor de engañarnos.
                —Así procederemos con método, y creo que no se puede
             obrar de otra manera.
                —Cuando se dice de dos cosas, de las cuales una es
             más grande y otra más pequeña, que son la misma cosa,
             ¿son ó nó semejantes en razón de lo que hace que se diga
             que son una misma cosa?
                —Son semejantes.
                —Luego el hombre justo, en tanto que justo, no se di-
             ferenciará en nada de un Estado justo, sino que será
             perfectamente semejante á él.
                —Si.
                —Pero ya hemos hecho ver que nuestro Estado es justo,
             porque cada uno de los tres órdenes que le componen
             obra conforme á su naturaleza y á su destino; y hemos
             visto también que participa de ciertas cualidades y dis-
             posiciones de estos tres órdenes por su prudencia, su va-
             lor y su templanza.
                —Es cierto.
                —Luego si encontramos en el alma del hombre tres
             partes, que respondan á los tres órdenes del Estado, y en-
             tre los cuales haya la misma subordinación, daremos á es-
             tas tres partes los mismos nombres que hemos dado á los
             tres órdenes del Estado.
                —No podremos menos de hacerlo así.
                —Aquí nos tienes envueltos, mi querido amigo, en una
             cuestión bien embarazosa respecto al alma. Se trata de




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
221
            saber si tiene ó nó en sí las tres partes de que acabamos
            de hablar.
               —No es tan fácil, según creo, porque al parecer, Só-
            crates, el proverbio tiene razón: lo bello es difícil de
            realizar.
               —Pienso como tú; pero ten entendido, Glaucon, que
            si continuamos aplicando el mismo método, nos será im-
            posible descubrir lo que buscamos. El camino que debe
            conducirnos al término, es mucbo más largo y mucho
            más complicado. Sin embargo, este método puede darnos
            aún una solución que convenga á nuestra discusión y á
            lo que hemos dicho hasta ahora.
               —Me parece que eso que dices debe bastar por el mo-
           mento.
               —Sea así; yo me daré también por satisfecho.
               —Entra, pues, en materia y no te desanimes.
               —¿No debemos necesariamente convenir en que el ca-
           rácter y las costumbres de un Estado se encuentran en
           cada uno de los individuos que le componen, puesto que
           sólo por medio de ellos han podido pasar al Estado? En
           efecto, seria ridiculo creer que ese carácter ardiente é in-
           dómito atribuido á ciertas naciones, como á los tracios
           á los escitas y en general á los pueblos del Norte, ó ese
           espíritu curioso y ávido de ciencia, que con razón se
           puede atribuir á nuestra nación, ó en fin, ese espíritu de
           interés, que carecteriza á los fenicios y á los egipcios,
           tengan su origen en otra parte que en los particulares
           que compopen cada una de estas naciones.
               —Sin duda.
              —Esto es muy cierto y no ofrece ninguna dificultad.
               -No.
              —Lo verdaderamente difícil es decidir si nosotros
           obramos en virtud de tres principios diferentes, ó si es
           un mismo principio el que en nosotros conoce, el que se
           irrita, el que se deja llevar del placer que va unido á la




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
222
            alimentación ó á la conservación de la especie y á los de-
            más placeres de la misma naturaleza. ¿Es el alma toda ó
            es sólo una parte de ella la que produce en nosotros
           cada uno de estos efectos? Hé aquí lo que es difícil ex-
           plicar de una manera satisfactoria.
               —Convengo en ello.
               —Ensayemos decidir por este camino si hay en el alma
           tres principios distintos ó un solo y mismo principio.
               —¿Por qué camino?
               —Es cierto que el mismo sujeto no es capaz, al mismo
           tiempo y con respecto al mismo objeto, de acciones y
           pasiones, contrarias. Y así, si encontramos en el alma algo
           semejante á esto, concluiremos con toda certidumbre que
           hay en ella tres principios distintos.
              —Muy bien.
               —Fíjate en lo que te voy á decir.
              —Habla.
               — La misma cosa, considerada bajo la misma relación,
           ¿puede estar al mismo tiempo en movimiento y en re-
           poso?
              —No.
              —Asegurémonos más de esto para no vernos después
           embarazados. Si alguno nos objetase, que un hombre,
           puesto en pié y que sólo mueve las manos y la cabeza,
           estáá la vez en reposo y en movimiento, le contestaría-
           mos que no hablaba con exactitud, y que lo que debe de-
           cirse es que una parte de su cuerpo se mueve, mientras
           que la otra está en reposo; ¿no es así?
              —Si.
              — Si para dar muestras de sutileza sostuviese que la
           peonza ó cualquiera otro de los cuerpos que giran sobre
           su eje sin mudar de sitio, está á la vez toda ella en reposo
           y en movimiento, nosotros no confesaríamos que estos
           cuerpos estén á la vez en reposo y en movimiento bajo la
           misma relación. Diriamos que es preciso distinguir en




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
223
           ellos dos cosas, el eje y la circunferencia; que respecto de
            su eje están en reposo, puesto que éste no se inclina á nin-
           gún lado: pero que, respecto de su circunferencia, se mue-
            ven con un movimiento circular; y que si el eje llegara á
           inclinarse á la derecha ó la izquierda, hacia adelante ó
           hacia atrás, entonces seria absolutamente falso el decir
           que estos cuerpos estaban en reposo.
               —Esa seria una respuesta oportuna.
              —No debemos detenernos por esta clase de dificultades,
           porque nunca nos convencerán de que la misma cosa, mi-
           rada bajo la misma relación, sea al mismo tiempo suscep-
           tible de acciones y de pasiones contrarias.
              —Jamás me persuadiré de ello.
              —Sin embargo, para no detenernos mucho en enume-
           rar todas estas objeciones y en demostrar su falsedad,
           pasemos adelante suponiendo cierto el principio de que
           hablamos. Convengamos tan solo en que, si después se de-
           mostrase que era falso, todas las conclusiones, que hubié-
           remos deducido, serán nulas.
              —Es el mejor partido que debe tomarse.
              — Díme ahora; ¿mostrar que se quiere una cosa y que
           no se quiere, tender hacia un objeto y alejarse de él,
           atraerle á sí y rechazarle, son cosas opuestas, sean accio-
           nes ó pasiones?
              — Son cosas opuestas.
              —El hambre, la sed y, en general, los apetitos natura-
           les, el deseo, la voluntad, todo esto, ¿no está compren-
           dido en el género de las cosas de que acabamos de hablar?
           Por ejemplo, ¿no se dirá de un hombre que tiene algún
           deseo, que su alma tiende á lo que ella desea, que atrae
           asila cosa que ella querría tener, y que en tanto que de-
           sea que se le dé una cosa, da señales de que la quiere,
           como si se le preguntase , anticipándose ella misma en
           cierto modo al cumplimiento de su deseo?
              —Sí.




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
224
                  —No querer, no anhelar, no desear, ¿no es lo mismo
                que rechazar y alejar de sí? Y estas operaciones del alma,
                ¿no son contrarias á las precedentes?
                  — Sin contradicción.
                  — Sentado esto, ¿no tenemos apetitos naturales, y so-
               bre todo , dos que están más ala vista, que son el hambre
               y la sed?
                  —Sí.
                  —¿No tienen por objeto el uno elbebery el otro el comer?
                  — Sin duda.
                  —La sed, en tanto que sed, ¿es otra cosa en el alma
               que el solo deseo de beber? En otros términos, la sed en sí
               ¿tiene por objeto una bebida caliente ó fria, en g-rande ó
               en pequeña cantidad, y en general tal ó cual bebida? Ó
               ¿no es cierto más bien que si se une á la sed el calor, este
               calor añade al deseo de beber el de beber frió; que si se
               le une el frió, este frió añade al deseo de beber el de be-
               ber caliente; que si la sed es grande, se quiere beber mu-
               cho , y si es pequeña, se quiere beber poco; mientras que
               la sed en sí misma no es otra cosa que el deseo de la be-
               bida que es su objeto propio , como el comer es el objeto
               del hambre?
                  —Es cierto. Cada deseo, considerado en sí mismo, se di-
               rige á su objeto considerado también en sí mismo; y las cua-
               lidades accidentales son las que, uniéndose ácada deseo,
               hacen que se dirija hacia tal ó cual modificación de su
               objeto. No nos dejemos alucinar por la objeción siguiente:
               nadie desea meramente la bebida, sino una buena bebida;
               ni meramente la comida, sino una buena comida, porque
               todos desean las cosas buenas; por lo tanto, si la sed es
               un deseo, es el deseo de algo bueno, cualquiera que sea
               su objeto, sea la bebida, sea otra cosa; y lo mismo sucede
               con los demás deseos.
                  —Esta objeción, sin embargo, parece que es de al-
               guna importancia.




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
225
              — Pero ten en cuenta que las cosas que tienen alguna
           relación con otras, se refieren á tal ó cual otra cosa, como
           resultado de esta misma relación, á lo que me parece; y
           que, por el contrario, tomada cada cosa en sí, sólo se re-
           fiere á sí misma.
              —No entiendo lo que dices.
              —¡Qué! ¿no crees que lo que es más grande no loes
           sino á causa de la relación que tiene con una cosa más
           pequeña?
              —Lo entiendo.
              —Y si es mucho más grande, lo es con relación á una
           cosa mucho más pequeña. ¿No es cierto?
              — Sí.
              —¿Y que si ha sido ó que si algún dia ha de ser más
           grande es con relación á una cosa, que ha sido ó que
           será más pequeña?
              —Sin duda.
              —En la misma forma, lo más tiene relación con lo me-
           nos , lo doble con la mitad; lo más pesado con lo más li-
           gero , lo más rápido con lo más lento, lo caliente con lo
           frió, y así de lo demás. ¿No es esto lo que he querido
           decir?
              —Sí.
              — Lo mismo sucede respecto de las ciencias. La ciencia
           en sí tiene por objeto todo lo que puede ó debe ser conoci-
           do, sea lo que sea; pero una ciencia particular tiene por
           objeto tal ó cual conocimiento. Por ejemplo, cuando se in-
           ventó la ciencia de construir las casas, ¿no se la dio el
           nombre de arquitectura, para distinguirla délas otras
           ciencias?
              —Es cierto.
              —¿Y de dónde procedía esta distinción sino de que esta
           ciencia especial en nada se parecía á ninguna otra?
              — Convengo en ello.
              —¿Y por qué era así, repito, sino porque tenia tal ob-
                     TOMO Vil.                                         15




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
226
                 jeto particular? Lo mismo digo de las demás artes y de
                 las demás ciencias.
                    —Así es la verdad.
                    —Ya comprendes ahora sin duda alguna cuál era mi
                 pensamiento cuando decia que las cosas tomadas en sí
                 mismas se refieren á sí mismas; y que teniendo tal ó cual
                 relación con un objeto, se refieren á este objeto. Por lo
                 demás, no quiero decir por esto que una cosa sea tal como
                 su objeto; que, por ejemplo, la ciencia de las cosas que
                 sirven ó dañan á la salud sea sana ó enferma, ni que la
                 ciencia del bien y del mal sea buena ó mala; lo único que
                 pretendo es que, puesto que la ciencia del médico no tiene
                 el mismo objeto que la ciencia en general, si no que tiene
                 uno determinado, es decir, lo que es útil ó dañoso á la
                 salud, esta ciencia resulta así también determinada, lo
                 que bace que no se la dé simplemente el nombre de cien-
                 cia, si no el de medicina, caracterizándola por su objeto.
                    — Comprendo tu pensamiento, y le tengo por ver-
                 dadero.
                    —¿No incluyes la sed en -el número de las cosas que
                tienen relación con otras, y que se refiere á alguna cosa?
                   —Sí, á la bebida.
                   —De manera que tal sed tiene relación con tal bebida,
                mientras que la sed en si no es la sed de una tal bebida,
                buena ó mala, en grande ó en pequeña cantidad, sino sim-
                plemente de la bebida.
                   —Sin duda.
                   —Por consiguiente, el alma de un hombre, que mera-
                mente tiene sed, no desea otra cosa que beber. Esto es lo
                que quiere y esto es lo único á que se dirige.
                   — Es evidente.
                   —Y así, cuando busca la bebida y hay algo que le se-
                para de su propósito, es imposible que sea el mismo prin-
                cipio el que le obliga á abstenerse y el que le excita á la
                sed y le arrastra como una bestia hacia la bebida. Porque




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
227
            ya dijimos, que un mismo principio no puede producir
            dos efectos opuestos con relación al mismo objeto.
               —Eso no puede ser.
               —Lo mismo que no habría razón para decir, á mi jui-
            cio, de un arquero, que con sus dos manos atrae el arco
            bácia sí y le rechaza al mismo tiempo, sino que debe de-
            cirse, que atrae el arco hacia sí con una mano y le re-
            chaza con la otra.
               —Muy bien.
               —¿No hay personas que tienen sed y no quieren beber?
               —Se encuentran muchas veces y en gran número.
               —¿Qué puede pensarse de tales personas, si no que hay
            en su alma un principio, que les ordena beber, y otro que
            se lo prohibe y que puede más que el primero? Yo así lo
            pienso. Este principio que les prohibe beber ¿no es la ra-
            zón? El que los lleva y los arrastra á ello, ¿no es un re-
            sultado de la enfermedad ó de una cierta disposición?
               -Sí.
               —Tenemos, pues, derecho para decir que son estos
           principios distintos, y para llamar razón á esta parte de
           nuestra alma, que es el principio del razonamiento, y
           apetito sensitivo, privado de razón, amigo de los goces
           y de los placeres, á esta otra parte del alma, que es el
           principio del amor, del hambre, de la sed y de los demás
           deseos.
              —Tenemos razón para considerarlos como diferentes.
               — Sentemos como cierto que estos dos principios se en-
           cuentran en nuestra alma. Pero lo que causa en nosotros
           la cólera y el valor, ¿es un tercer principio? ¿ó será de la
           misma naturaleza que los otros dos?
              —Quizá pertenece al apetito sensitivo.
              — Me contaron una cosa que tengo por verdadera, y
           es la siguiente: Leoncio, hijo de Aglaion, volviendo un
           día del Píreo, percibió de lejos, á lo largo de la muralla
           septentrional, unos cadáveres tendidos en el lugar desti-




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
228
               nado á las ejecuciones de los reos, y sintió á la vez un
               deseo violento de aproximarse para verlos y un temor
               mezclado de aversión á la vista de cuadro semejante. Al
               pronto resistió y se tapó la cara, pero cediendo al fin á la
               violencia de su deseo, se dirigió hacia los cadáveres, y
               abriendo los ojos cuanto pudo, exclamó: «¡Y bien! [des-
               graciados, gozad anchamente de tan magnífico espec-
               táculo!»
                  —He oido referir lo mismo.
                  — Este suceso nos hace ver que la cólera se opone al-
               gunas veces en nosotros al deseo, y por consiguiente que
               es una cosa distinta.
                  — Es cierto.
                 —¿No observamos también en muchas ocasiones, que
               cuando uno es arrastrado por sus deseos á pesar de la
               razón, se dirige cargos á sí mismo, se irrita contra lo que
              le hace violencia interiormente, y que en esta especie de
              discordia, el valor se pone de parte de la razón? ¿No has
               experimentado en tí mismo y observado en los demás,
              que la cólera jamás se pone de parte del deseo, cuando la
              razón decide que nada debe hacerse?
                 — Seguramente.
                 — ¿No es cierto que cuando se cree no tener razón, se
              nota más generosidad en los sentimientos y menos motivo
              para enfadarse, aun en medio de los sufrimientos que otro
              nos proporcione, como el hambre, la sed, ó cualquiera
              otro mal tratamiento, cuando se cree que tiene razón para
              conducirse de esta manera, y contra el cual, para decirlo
              de una vez, la cólera no puede despertarse?
                 —Nada más cierto.
                 —Pero si estamos persuadidos de que se comete con nos-
              otros una injusticia, no se inflama entonces nuestra cóle-
              ra, y no se inclina del lado de lo que nos parece justo? En
              lugar de dejarse dominar por el hambre, el frió ó cual-
              quier otro mal tratamiento, ¿no intenta sobreponerse i




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
2¿9
           todo? ¿Cesa ni un solo momento de hacer esfuerzos gene-
            rosos hasta que ha obtenido satisfacción, ó la muerte le ha
           quitado el poder, ó la razón, siempre presente en nosotros,
           le ha apaciguado y dulcificado como un pastor tranqui-
           liza á su perro?
              —Esa comparación es tanto más justa, cuanto que, como
           hemos dicho, los guerreros en nuestro Estado deben estar
           sometidos á los magistrados, como los perros están á los
           pastores.
              — Comprendes muy bien lo que quiero decir. Pero hé
           aquí una reflexión que te suplico me oigas.
              — ¿Qué reflexión?
              —Que la cólera nos parece ahora una cosa distinta de
           como la entendimos al principio. Pensábamos que era
           parte del apetito sensiti vo, y ahora estamos muy distan-
           tes de pensarlo así, y vemos que cuando se suscita en el
           alma alguna rebelión, la cólera toma siempre las armas
           en favor de la razón.
               —Es cierto.
              —¿Y es diferente de la razón ó tiene algo de común
           con ella, de suerte que no haya en el alma más que dos
          partes, la razonable y la concupiscible? Ó más bien, así
           como nuestro Estado se compone de tres órdenes, merce-
          narios, guerreros y magistrados, ¿el apetito irascible entra
          también en el alma como un tercer principio, cuyo destino
          es secundar la razón siempre que no haya sido corrom-
           pido por una mala educación?
              — Necesariamente es un tercer principio.
              — Muy bien. Pero necesitamos demostrar que es dis-
          tinto de la razón, como hemos demostrado que es distinto
          del apetito sensitivo.
              — Eso no es difícil. Vemos que los niños, apenas salen
          al mundo, están ya sujetos á la cólera, y que para algu-
          nos nunca luce la razón, y en la mayor parte muy tarde.
              — Dices muy bien. También puede servir de prueba lo




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
230
               que pasa con los animales. Y asimismo podemos traer á
               colación el testimonio de Homero citado más arriba:

                 Ulises, golpeándose el pecho, reprende asi á su
               alma (1).

                 Es evidente que Homero presenta aquí dos principios
               distintos: de una parte, la razón que reprende al valor,
               después de haber reflexionado sobre lo que conviene hacer
               ó no hacer; de otra, el valor irracional.
                 —Perfectamente dicho.
                 —En fin, hemos llegado, aunque con gran dificultad, á
              mostrar claramente que hay en el alma del hombre tres
              principios, que responden á los tres órdenes del Estado.
                 —Es cierto.
                 —¿No es ahora necesario que el particular sea pru-
              dente de la misma manera y en la misma forma que el
              Estado?
                 —Sí.
                 —¿Que el particular sea valiente de la misma manera y
              por el mismo camino que el Estado? En una palabra, que
              todo lo que contribuye á la virtud, se encuentre lo mismo
              en uno que en otro.
                 —Sin duda.
                 —Por lo tanto, mi querido Glaucon, diremos que lo
              que hace al Estado justo, hace igualmente justo al par-
              ticular.
                 —Esa es una consecuencia necesaria.
                 —No hemos olvidado que el Estado es justo, cuando
              cada uno de los tres órdenes que le componen hace úni-
              camente lo que es de su deber.
                 —No creo que lo hayamos olvidado.
                 —Acordémonos de que cada uno de nosotros será

                 (1) Oáísera, XX,v. n .




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
231
              justo y cumplirá su deber, cuando cada una de las par-
               tes de sí mismo realice su tarea.
                  —Sí; es preciso no olvidarlo.
                 —¿No pertenece á la razón mandar, puesto que en ella
              es donde reside la prudencia, y que á ella toca también
              la inspección sobre toda el alma? ¿Y no toca á la cólera
              obedecerla y secundarla?
                  —Sí.
                 —¿Y cómo se podrá mantener un perfecto acuerdo en-
              tre estas dos partes sino mediante esa mezcla de la mú-
              sica y de la gimnasia de que bablamos más arriba, y
              cuyo efecto será, de una parte, nutrir y fortificar la razón
              con buenos preceptos y con el estudio de las ciencias, y
              de otra, dulcificar y apaciguar el valor por el encanto de
              la medida y de la armonía?
                 —Yo no veo otro medio.
                 —Estas dos partes del alma, así educadas é instruidas
              en su deber, gobernarán el apetito sensitivo, que ocupa la
             mayor parte de nuestra alma y que es insaciable por su
             naturaleza. Tendrán buen cuidado de que, después de ha-
             berse aumentado y fortificado con el goce de los placeres
              del cuerpo , no salga de los límites de su deber y no pre-
             tenda arrogarse sobre el alma una autoridad, que no le
             pertenece, y que produciría en el conjunto un extraño
             desorden.
                 —Sin duda.
                 —En caso de un ataque exterior, tomarán las mejores
             medidas para la seguridad del alma y del cuerpo. La ra-
             zón deliberará; la cólera combatirá, y secundada por el
             valor, ejecutará las órdenes de la razón.
                 —Muy bien.
                 —El hombre merece el nombre de valiente, cuando esta
             parte de su alma, donde reside la cólera, sigue constan-
             temente en medio de los placeres y de las penas las órde-
             nes de la razón sobre lo que es ó no es de temer.




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
232
                  -Sí.
                  —Es prudente mediante esta pequeña parte de su al-
               ma, que manda j da órdenes, y que es la única que sabe
               lo que es útil á cada una de las otras tres partes y á to-
               das juntas.
                  — Es cierto.
                  —¿Y no es también templada mediante la amistad y la
               armonía que reinan entre la parte que manda y las que
               obedecen, cuando estas dos últimas están de acuerdo en
               que á la razón corresponde mandar y que no debe dispu-
               társele la autoridad?
                  — La templanza no puede tener otro principio, sea en
               el Estado, sea en el particular.
                  — En fin, mediante todo lo que hemos dicho repetidas
                veces , será también justo.
                  —Sin contradicción.
                  — ¿Hay por ahora algo que nos impida reconocer que
               la justicia en el individuo es la misma que en el Es-
               tado?
                  — No lo creo.
                  — Si en este punto nos quedase alguna duda, la haría-
               mos desaparecer atendiendo á los absurdos que de lo con-
               trario se seguirían.
                  —¿Cuáles?
                  —Por ejemplo; si respecto de nuestro Estado y del indi-
               viduo formado sobre este modelo por la naturaleza y por la
               educación, se tratase de examinar sí este hombre podría
               convertir en su provecho un depósito de oro ó de plata;
               ¿crees que nadie le supondría capaz de un hecho seme-
               jante , sino aquellos que no están como él formados según
               el modelo de un Estado justo?
                  —No -lo pienso.
                  —¿ No será asimismo incapaz de robar los templos, di-
               lapidar y hacer traición al Estado ó á sus amigos?
                  -Sí.




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
233
               —¿De faltar en manera alguna á sus juramentos y á
             sus promesas?
               — Sin duda.
               —El adulterio, la falta de respeto para con sus padres
            y de veneración para con los dioses: hé aquí faltas de las
             que será menos capaz que otro cualquiera.
               -Sí.
               — La causa de todo esto ¿no es la subordinación esta-
            blecida entre las partes de su alma y la aplicación de cada
            una de ellas á cumplir sus deberes?
               —No puede ser otra.
               —Pero ¿conoces tú alguna otra virtud, que no sea la
            justicia, que pueda formar hombres de este carácter?
               — No, seguramente.
               —Vemos, pues, ahora con toda claridad lo que al
            principio no hacíamos más que entrever. Apenas había-
            mos echado los cimientos de nuestro Estado, cuando,
            gracias á alguna divinidad, hemos encontrado como un
            modelo de la justicia.
               —Es cierto.
               —Y así, mi querido Glaucon, cuando exigíamos que el
            que hubiese nacido para zapatero ó carpintero ó para
            cualquiera otro arte, desempeñase bien su oficio y no se
            mezclase en otra cosa, nosotros trazábamos entonces la
            imagen de la justicia, y de este modo llegamos á conse-
            guir nuestro objeto.
               —Evidentemente.
               — La justicia, en efecto, es algo semejante á lo que
            prescribíamos, en concepto de que no se detiene en las ac-
            ciones exteriores del hombre, sino que arregla el interior,
            no permitiendo que ninguna de las partes del alma haga
            otra cosa que lo que le concierne y prohibiendo que las
            unas se entrometan en las funciones de las otras. Quiere
            que el hombre, después de haber ordenado á cada una las
            funciones que le son propias; después de haberse hecho




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
234
               dueño de sí mismo y de haber establecido el orden y la
               concordia entre estas tres partes, haciendo que reine entre
               ellas perfecto acuerdo, como entre los tres tonos extremos
              de la armonía, la octava, el bajo y la quinta, y los demás
              tonos intermedios, si los hubiere; después de haber ligado
              unos con otros todos los elementos que le componen, de
              suerte que de su reunión resulte un todo bien arreglado
              y bien concertado; quiere, repito, que cuando el hombre
              comience á obrar, ya se proponga reunir riquezas ó cuidar
              su cuerpo, ya consagrarse á la vida privada ó á la vida pú-
              blica ; que en todas estas circunstancias dé el nombre de
              acción justa y bella á la que crea y mantiene en él este
              buen orden, y el nombre de prudencia á la ciencia que
              preside á las acciones de esta naturaleza; que, por el con-
              trario, llame acción injusta á la que destruye en él este
              orden, é ignorancia á la opinión que preside á una acción
              semejante.
                 —Mi querido Sócrates, nada más verdadero que lo que
              dices.
                  — Por lo tanto, no temamos engañarnos, si aseguramos
              que hemos encontrado lo que es un hombre justo, un Es-
              tado justo, y en qué consiste la justicia.
                 —Nada tendremos que temer.
                  —¿Lo podremos asegurar?
                  — Sí; ipor Júpiter!
                 — Sea así, y ahora me parece que nos falta examinar
              lo que es la injusticia.
                 —Sin duda.
                  —¿Puede ser otra (íbsa que una sedición de las tres par-
              tes del alma, que se extralimitan entrando en lo que no
              es de su incumbencia, usurpando atribuciones ajenas;
              una sublevación de la parte contra el todo, para arrogarse
              una autoridad que no le pertenece, porque por su natura-
              leza está hecha para obedecer á lo que está hecho para
              mandar? De aquí, ¿iremos nosotros, de este desorden, de




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
235
              esta turbación, es de donde nacen la intemperancia j la
              injusticia, la ignorancia y la cobardía, en una palabra,
              todos los vicios.
                 —Es cierto.
                 — Puesto que conocemos la naturaleza de la justicia y
             de la injusticia, conoceremos igualmente la naturaleza de
             las acciones justas é injustas.
                 — ¿Cómo?
                —Sucede con ellas respecto al alma lo que sucede con
             las cosas sanas y nocivas respecto al cuerpo.
                 -¿Qué?
                —Que las cosas sanas dan la salud, y las cosas nocivas
             dan la enfermedad.
                —Sí.
                —Lo mismo las acciones justas producen la justicia; las
             acciones injustas la injusticia.
                — Sin duda.
                — Dar la salud es establecer entre los diversos elemen-
             tos de la constitución humana el equilibrio natural, que
             somete los unos á los otros; engendrar la enfermedad es
            hacer que uno de estos elementos domine á los demás
            contra las leyes de la naturaleza ó sea dominado por
            ellos.
                —Es cierto.
                —Por la misma razón, producir la justicia es estable-
            cer entre las partes del alma la subordinación, que la na-
            turaleza ha querido que haya; y producir la injusticia es
            dar á una parte sobre las otras un imperio, que es contra
            la naturaleza.                        *
                —Muy bien.
                —La virtud, por consiguiente, es, si puedo decirlo así,
            la salud, la belleza, la buena disposición del alma; el vi-
            cio, por el contrario, es la enfermedad, la deformidad y
            la flaqueza.
                —Así es.




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
236
                  — ¿No contribuyen las acciones buenas á crear en
               nosotros la virtud, y las acciones malas á producir el vicio?
                  — Sin duda.
                  —Por consiguiente, lo único que nos queda por exami-
               nar es si es útil ejecutar acciones justas, consagrarse á lo
               que es honesto, y ser justo, sea ó nó tenido uno por tal; ó si
               lo es cometer injusticias y ser injusto, áuncuando no tenga
               uno que temer el castigo ni el verse forzado á hacerse
               mejor mediante el mismo.
                  — Pero, Sócrates, me parece ridículo detenerse en se-
               mejante examen; porque si cuando la salud está entera-
              mente destruida, la vida se hace insoportable aun en
              medio de los placeres de la mesa, de la opulencia y de los
              honores, con mucha más razón debe ser para nosotros pe-
              sada carga cuando el alma, que es su principio, esté alte-
              rada y corrompida, aun cuando por otra parte tenga el
              poder de hacerlo todo, menos el de librarse á sí misma de
              la injusticia y de los vicios, y proporcionarse la adquisi-
              ción de la justicia y de las virtudes. Esto me parece evi-
              dente, sobre todo, después del juicio que acabamos de
              formar acerca de la naturaleza de la injusticia y de la
              justicia.
                  — Seria, en efecto, ridículo detenerse en este examen;
              pero, ya que hemos llegado al punto de darnos por
              completamente convencidos de esta verdad, no debemos
              pararnos aquí.
                  — Guardémonos mucho de perder el ánimo.
                  —Aproxímate y mira bajo cuántas formas, entiendo
              formas dignas de ser observadas, se presenta el vicio.
                  — Ya te sigo; muéstramelas.
                  —Mirando desde la altura á que nos ha conducido esta
              conversación, me parece que la forma de la virtud es una,
              y que las del vicio son innumerables; sin embargo, pueden
              reducirse á cuatro las que merecen que nos ocupemos de
               ellas.




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
237
              —¿Qué quieres decir?
              —Quiero decir que el alma tiene tantas formas dife-
           rentes como el gobierno.
              —¿Cuántas cuentas?
              — Cinco en ambas partes.
              —Nómbralas.
              — Digo por lo pronto, que la forma de gobierno, que
           nosotros hemos establecido es una, pero que se la pueden
           dar dos nombres. Si gobierna uno solo, se dará al gobierno
           el nombre de monarquía; y si la autoridad se divide entre
           muchos, se llamará aristocracia.
              —Muy bien.
              —Digo, que aquí no hay más que una sola forma de
           gobierno; porque que el mando esté en manos de uno solo
           ó en las de muchos, esto no alterará en nada las leyes
           fundamentales del Estado, si los principios de educación,
           que hemos establecido, son rigurosamente observados.
              —Así parece.




Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872

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  • 1. L I B R O CUARTO. Tomando entonces la palabra Adimanto, dijo: —¿Qué responderás, Sócrates, si seta objeta, que tus guerreros no son muy dichosos, y esto por falta suya, pues son realmente dueños del Estado, y sin embargo están pri- vados de todas las ventajas de la sociedad, no poseyendo como los demás, ni tierras, ni casas grandes, bellas y bien amuebladas; no pudiendo ni sacrificar á los dioses en una habitación doméstica, ni tener donde recibir huéspedes, ni poseer oro y plata, y en fin, nada de lo que, en opinión de los hombres, sirve para hacer una vida cómoda y agra- dable? En verdad se dirá, que los tratas como á extran- jeros, que están á sueldo del Estado sin otro destino que el de guardarle. —Añade, le dije yo, que su sueldo sólo consiste en el alimento, y además de esto que no tienen paga como las tropas ordinarias, y por lo tanto, que no pueden ni salir de los límites del Estado, ni viajar, ni regalar á libertinas, ni disponer de nada á su gusto, como hacen los ricos y los que presumen de dichosos. ¿Por qué pasas en silencio estos capítulos de acusación y otros muchos semejantes? —Únelos, si quieres, á lo que he dicho. —Me preguntas ¿qué tengo que responder á todo esto? -Sí. •—Sin separarnos del camino que hasta aquí hemos se- guido , creo que encontraremos en nuestro mismo plan re- cursos para justificarnos. Por lo pronto, diremos que no seria una cosa sorprendente, que la condición de nuestros Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 2. 198 guerreros fuese muy dichosa á pesar de todos estos in- convenientes. Que de todos modos, al formar un Estado, no nos hemos propuesto como fin la felicidad de un cierto or- den de ciudadanos, sino la del Estado entero, porque he- mos creído deber encontrar la justicia en un Estado go- bernado de esta manera, y la injusticia en un Estado mal constituido, y por medio de este descubrimiento ponernos en posición de decidir la cuestión que es objeto de nues- tra polémica. Ahora bien, en este momento nuestra ta- rea consiste en fundar un gobierno dichoso, á nuestro pa- recer por lo menos, un Estado, en el que la felicidad no sea patrimonio de un pequeño número de particulares, sino común á toda la sociedad. Examinaremos bien pronto la forma de gobierno que se opone á esta. Si nos ocupá- ramos en pintar estatuas, y alguno nos objetara que no empleábamos los más bellos colores para pintar las más bellas partes del cuerpo, por ejemplo, que no pintábamos los ojos con bermellón sino con negro, creeríamos respon- der cumplidamente á este censor, diciéndole: no te ima- gines que nosotros habíamos de pintar los ojos tan bellos, que dejaran de ser ojos, y lo que digo de esta parte del cuerpo debe entenderse de todas las demás, y así lo que debes exrmiuar es sí damos á cada parte el color que le convide, de suerte que resulte un conjunto perfecto. Eso le diría; y ahora te digo á tí otro tanto. No nos obligues á hacer que vaya unida á la condición de nuestros guer- reros una felicidad, que les haría dejar de ser lo que son. Podríamos, si quisiéramos vestir nuestros labradores con trajes talares, cargar sus vestidos de oro y no hacerles trabajar la tierra sino por placer. Podríamos acostar al alfarero al pié de su horno, cerca de su rueda, en reposo, comiendo y bebiendo anchamente, y con la libertad de trabajar cuando quisiera. Podríamos hacer dichosos déla misma manera á todos los de las demás condiciones, para que el Estado entero gozase de una perfecta felicidad;pero Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 3. 199 no nos des semejante consejo, porque si le siguiésemos, el labrador cesarla de ser labrador, el alfarero de ser alfa- rero ; cada cual saldría de su condición, y no habría ya sociedad. Además, que los otros artesanos se manten- gan ó nó en sus respectivos oficios, no es negocio de gran importancia; que el zapatero sea mal zapatero, que se deje corromper, ó que alguno se tenga por zapatero sin serlo, el público no sufrirá por esto un gran daño. Pero si los que están designados para guardar el Estado y las leyes, sólo son guardadores en el nombre, ya conoces que conducirán la república á su ruina, porque de ellos es de quienes depende su buena administración y su feli- cidad. Por consiguiente, si queremos formar buenos guar- dadores, pongámoslos en la imposibilidad de dañar en lo más mínimo á la comunidad. El que sea de otro dicta- men y quiera hacer de ellos labradores ó alegres convi- dados á una fiesta pública, tendrá en cuenta todo lo que requiera menos la idea de un Estado. Por lo tanto, veamos si nuestro propósito, al establecer la clase de los guerre- ros, es proporcionarles la mayor felicidad posible, ó si es más bien el proveer á la felicidad de todo el Estado, y de convencer y precisar á los guardadores y defensores de la patria,como á todos los demás ciudadanos, á que cumplan lo mejor posible la tarea que les está asignada; de suerte que cuando el Estado se haya robustecido y esté bien ad- ministrado, todos participarán de la felicidad pública, unos más, otros menos, según la calidad de su empleo. —Lo que dices me parece muy sensato. —No sé si este otro razonamiento, que es del mismo gé- nero, te parecerá menos exacto. —¿ De qué se trata? —Mira sí lo que voy á decir no es lo que pierde y cor- rompe de ordinario á los artesanos. —¿Qué es lo que les pierde? —La opulencia y la pobreza. Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 4. 200 —¿Cómo? —De la manera siguiente: el alfarero, si se hace rico, ¿se ocupará mucho de su oficio? -No. —Se hará, por lo tanto, cada dia más holgazán y más negligente. —Sin duda. —Y por consiguiente, peor alfarero. -Sí. —Por otra parte, si la pobreza le quita los medios de proporcionarse instrumentos y todo lo necesario para su arte, se reseutirá su trabajo, y sus hijos y los demás obreros á quienes él enseñe serán menos hábiles. —Es cierto. —Y así, las riquezas y la pobreza dañan igualmente á • las artes y á los que las ejercen. —Así parece. —Hé aquí dos cosas en que nuestros magistrados deberán poner gran cuidado, para que no entren en nuestro Estado. —¿Cuáles son? —La opulencia y la pobreza, porque la una engendra la molicie, la holgazanería y el amor á las novedades; y la otra este mismo amor á las novedades, la bajeza y el deseo de hacer mal. —Convengo en ello; pero Sócrates, te suplico, que fijes tu atención en una cosa. ¿Cómo podrá nuestro Estado sostener la guerra, si no tiene tesoros, sobre todo, si tiene que habérselas con una república rica y poderosa ? —Es cierto que habrá dificultad para defenderse contra una sola; pero se defenderá más fácilmente contra dos. —¿Qué es lo que dices? —Por lo pronto, si es preciso venir á las manos, nues- tras gentes, ejercitadas en la guerra, ¿no tienen que ha- bérselas con enemigos ricos? -Sí. Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 5. 201 —Pero, Adimanto, un luchador ejercitado ¿no vencerá fácilmente á dos adversarios ricos y obesos? —No, si ha de habérselas con los dos á la vez. — ¡Qué! si tuviese libertad para huir y pudiere herir, volviéndose, al que le siguiese inás de cerca, y si emplease muchas veces esta estrategia á la luz del sol y en medio de uncafor ardiente, ¿le seria difícil batir á muchos, unos en pos de otros? —Verdaderamente no tendría nada de extraño. —¿Crees tú que los ricos, de que hablamos, estén más ejercitados en la lucha que en la guerra? —No lo creo. —Por consiguiente, á lo que parece, nuestros atletas se batirán sin dificultad contra un ejército de ricos dos ó tres veces más numeroso. —Estoy conforme, porque me parece que tienes razón. —Y si pidiesen socorro á los habitantes de un Estado vecino, diciéndoles lo que es verdad: nosotros no tenemos necesidad de oro ni de plata, y nos está prohibido tenerlo; venid á nuestro socorro, y os abandonaremos los despojos de nuestros enemigos; ¿crees tú que aquellos á quienes se hiciesen tales ofrecimientos, querrían más hacer la guerra á perros flacos y robustos, que unirse á ellos con- tra un ganado gordo y delicado? —No lo creo; pero si algún Estado vecino reúne de esa manera todas las riquezas de los demás, temo que se haga temible al nuestro. — ¡ Dichoso tú, que crees que el nombre de Estado pueda convenir á otro que al que nosotros formamos! —¿Por qué no? —Es preciso dar á los demás un nombre de significa- ción más extensa; porque cada uno de ellos no es uno sino muchos (1), como se dice en el juego. Por lo menos (1) Expresión proverbial empleada en el juego de dados. Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 6. 202 encierra dos, que se hacen lag-uerra: el uno compuesto de ricos, el otro compuesto de pobres; y cada uno de ellos se gubdivide en otros muchos. Si los atacas á todos, como si formaran un solo Estado, no conseguirlas tu objeto; pero si consideras cada uno de estos Estados como compuesto de muchos, y abandonas las riquezas á los unos, el poder y la vida á los otros, tendrás siempre muchos aliados y pocos enemigos. Todo Estado gobernado por leyes sabias, como las nuestras, será muy grande, no digo en aparien- cia, sino en realidad, aun cuando no pueda poner sobre las armas más que mil combatientes. Con dificultad en- contrarás otro mayor entre los griegos y los bárbaros, aunque haya muchos que parezcan serlo. ¿Crees tú lo contrario ? —No, seguramente. —Ya tenemos fijado el límite más perfecto, que nues- tros magistrados pueden poner al acrecentamiento del Es- tado y de su territorio, el cual no deben traspasar nunca. —¿Cuál es ese límite? —Es á mi juicio el dejarle agrandar cuanto pueda ser, pero sin que jamás deje de ser uno con perjuicio de la unidad. —Muy bien. —Y así ordenaremos á nuestros magistrados que obren de tal manera, que el Estado no parezca grande ni pe- queño, sino que debe permanecer en un justo medio y siempre uno. —Eso no es de mucha importancia. —De menos es lo que arriba les recomendamos, cuando dijimos que era preciso hacer descender á la condición más humilde al hijo degenerado del guerrero, y elevar al rango de los guerreros á los hijos de baja condición, que se hiciesen dignos de ello. Quisimos por este medio hacerles entender, que cada ciudadano sólo debe aplicarse á una cosa, aquella para la que ha nacido, á fin de que Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 7. 203 cada particular, ajustándose á la profesión que le convie- ne, sea uno; para que el Estado sea también uno, y no haya ni muchos ciudadanos en un solo ciudadano, ni muchos Estados en un solo Estado. —Es cierto que este punto es menos interesante que el primero. —Todo lo que nosotros les ordenamos aquí, no es tan importante como pudiera imaginarse, no es nada. Interesa solamente observar un punto, el único importante, ó más bien el único preciso. —¿Cuál es? —La educación de la juventud y de la infancia. Si nuestros ciudadanos son bien educados y se hacen hom- bres en regla, verán por sí mismos fácilmente la impor- tancia de todos estos puntos y de muchos otros que omi- timos aquí, como todo lo relativo á las mujeres, al matri- monio y á la procreación de los hijos; y verán, digo, que según el proverbio, todas las cosas deben de ser comunes entre los amigos. —Perfectamente bien. —En un Estado todo depende de los principios. Si ha comenzado bien, va siempre agrandando como el círculo. Una buena educación forma un buen carácter; los hijos siguiendo desde luego los pasos de sus padres, se hacen bien pronto mejores" que los que les han precedido, y tie- nen, entre otras ventajas, la de dar á luz hijos que les su- peran á ellos mismos en mérito, como sucede con los ani- males. —Así debe ser. —Por tanto, para decirlo todo en dos palabras, los que hayan de estar á la cabeza de nuestro Estado vigilarán especialmente para que la educación se mantenga pura; y, sobre todo, para que no se haga ninguna innovación ni en la gimnasia ni en la música; y si algún poeta dice Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 8. 204 Los cantos más nuevos son los que más agradan (1), no se crea que el poetase refiere á canciones nuevas, sino á una manera nueva de cantar, y por lo mismo no deben aprobar semejantes innovaciones. No debe alabarse ni introducirse alteración ninguna de esta especie. En ma- teria de música han de estar muy prevenidos para no ad- mitir nada, porque corren el riesgo de perderlo todo, ó como dice Damon, y yo soy en esto de su dictamen, no se puede tocar á las reglas de la música sin conmover las leyes fundamentales del gobierno. —Cuéntame entre los que piensan así. —Nuestros magistrados harán de la música, según mi parecer, la cindadela del Estado. —Sí, pero el desprecio de las leyes se hace sentir in- sensiblemente, sin apercibirse de ello. —Eso es cierto. Al pronto parece que es un juego y que no hay ningún mal que temer. —En efecto; en un principio no hace más que insi- nuarse poco á poco y deslizarse suavemente en los hábitos y en las costumbres. Después sigue aumentándose, y se introduce en las relaciones que tienen entre sí los miem- bros de la sociedad, y desde aquí avanza hasta las leyes y principios de gobierno, que ataca, mi querido Sócrates, con la mayor insolencia; concluyendo por producir la ruina del Estado y de los particulares. —¿Sucede esto? —Por lo menos así me lo parece. Por consiguiente, esa será una razón más para someter muy en tiempo los juegos de los niños á la más severa disciplina, porque por poco que ésta llegue á relajarse y que nuestros niños se extra- vien en este punto, es imposible que en la edad madura sean virtuosos y sumisos á las leyes. (1) Orfwía, I, v. 351. Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 9. 205 —¿Cómo podrían serlo? —Mientras que si los juegos de los niños se someten á regla desde el principio; si el amor al orden entra en su corazón con la música, sucederá, por un efecto contrario, que todo irá de mejor en mejor, de suerte que si la disci- plina se relajase en algún punto, ellos mismos la repara- rían un día. —Es cierto. —Ellos mismos restablecerán estas reglas que pasan por minuciosas , y que sus predecesores habrán dejado caer enteramente en desuso. —¿Cuáles son esas reglas? —Las siguientes: estar callado delante de los ancia- nos, levantarse cuando éstos se presentan, cederles siem- pre el puesto de honor, respetar á los padres, conservar el modo de vestir, de cortarse el pelo y de calzarse, todo lo relativo al cuidado del cuerpo y otras mil cosas seme- jantes. Todo esto ¿no lo encontrarán por sí mismos? —Sí. —Sería una locura hacer leyes sobre tales objetos, pues ya se impongan por escrito ó á viva voz, no por eso serian mejor observadas. Por otra parte, ningún legislador ha descendido nunca á semejantes pormenores. —Es cierto. —Parece, mí querido Adimanto, que todas estas prác- ticas son un resultado natural de la educación, porque lo semejante ¿no atrae siempre á su semejante? — Sin duda. —Por consiguiente, nuestra conducta concluye por ser muy buena ó muy mala, según el punto de partida. —Así debe ser. —Por esta razón yo no querría estatuir nada sobre esta clase de cosas. —Tienes razón. —Pero, en nombre de los dioses, ¿emprenderemos el for- Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 10. 206 mar reglamentos sobre el contrato de compra y venta, los convenios sobre la mano de obra, los insultos, las violen- cias, los procesos, el establecimiento de los jueces, la im- posición ó supresión de derechos por la entrada ó salida de las mercancías por mar ó por tierra, y, en una pala- bra, sobre todo lo relativo al tráfico, á la ciudad y al puerto? —No es necesario prescribir nada sobre eso á los hom- bres de bien; ellos encontrarán por sí mismos sin dificul- tad los reglamentos que sean precisos. —Sí, mi querido amigo, si Dios les da el don de con- servar en toda su pureza las leyes que nosotros hemos establecido al principio. Si no, pasarán su vida formando cada dia nuevos reglamentos sobre todos estos artículos, los adicionarán haciendo correcciones sobre correcciones, imaginándose siempre que así conseguirán la perfección. —Es decir, que su conducta se parecerá á la de aque- llos enfermos que por intemperancia no quieren renunciar á un género de vida que altera su salud. —Justamente. —La conducta de tales enfermos tiene algo de singular. Todos los remedios que toman no hacen más que compli- car y empeorar su enfermedad, y sin embargo, esperan siempre la salud de cada remedio que se les aconseja. —Ese es precisamente su estado. —¿No es lo más singular en ellos el que consideran como su más mortal enemigo al que les anuncie que si no cesan de comer y beber con exceso y de vivir en el liber- tinaje y en la desidia, de nada les servirán ni las bebidas, ni el hierro, ni el fuego, ni los encantamientos, ni los amuletos? —No veo la gracia que tenga el irritarse contra los que nos dan buenos consejos. —Me parece que no eres partidario muy decidido de esta clase de gentes. Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 11. 207 —No, ¡por Júpiter! —Tampoco aprobarás, volviendo á nuestro asunto, un Estado que observe una conducta semejante. ¿Qué te pa- rece? ¿No es esta la conducta que observan los Estados mal gobernados, cuando prohiben á los ciudadanos bajo pena de muerte tocar á la Constitución, mientras que, por otra parte, el que sabe adular suavemente los vicios del Estado, adelantándose á sus deseos, previendo muy en tiempo sus intenciones, y que es bastante hábil para atenderlas, pasa por un ciudadano virtuoso, por un gran político, y se ve colmado de honores ? —Eso mismo hacen precisamente; y estoy muy distante de aprobarlo. —¿No admiras, sin embargo, el valor y la compla- cencia de los que se avienen y hasta se apresuran á con- sagrar todos sus cuidados á tales Estados? —Sí los admiro; pero exceptúo á aquellos que deján- dose engañar por la multitud, se imaginan ser grandes políticos á causa de los aplausos que les prodigan. —¡Qué! ¿no quieres excusarles? ¿Crees que un hombre que ignora el arte de medir, y á quien la multitud dice que tiene cuatro codos de alto, pueda dejar de creerlo? -No. —No te irrites cpntra nuestros políticos; son las gen- tes más divertidas del mundo con sus reglamentos, que modifican sin cesar, persuadidos de que remediarán así los abusos que se infiltran en las relaciones de la vida sobre todos los puntos de que he hablado. No pueden ima- ginarse que realmente no hacen más que cortar las cabe- zas de una hidra. —Efectivamente, no hacen otra cosa. —Por lo tanto, no creo que, cualquiera que sea el Es- tado de que se trate, esté bien ó mal gobernado, deba un legislador sabio entrar en este pormenor de leyes y de re- glamentos; en el uno, porque es inútil y nada se gana Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 12. 208 con esto; y en el otro, porque están al alcance de cual- quiera ó se deducen por sí mismos de las leyes ya esta- blecidas. —¿Qué ley nos corresponde hacer ahora? —Ninguna. Pero demos á Apolo Deifico el cuidado de hacer las leyes más grandes, más bellas y más impor- tantes. —¿Cuáles son? —Las relativas á la construcción de templos, á los sacrificios, al culto de los dioses, á los genios y á los hé- roes , á los funerales y á las ceremonias que sirven para aplacar los manes de los muertos. Nosotros no sabemos cómo se deben arreglar estas cosas, y puesto que funda- mos un Estado, no seria de razón que acudiésemos á otros hombres, ni consultáramos otro intérprete que el del país, y el intérprete natural del país, en materia de religión, es el dios de Delfos, que ha escogido el centro y como el ombligo de la tierra para hacernos saber desde allí sus oráculos (1). —Dices bien; sólo á él debemos acudir. —Hijo de Aristón, nuestro Estado está por fin for- mado. Llama á tu hermano Polemarco y á todos los que aquí se encuentran. Tratad de descubrir juntos, con el au- xilio de alguna antorcha, en qué punto residen la jus- ticia y la injusticia, en qué se diferencia la una de la otra, y á cual de las dos debe uno atenerse para ser sóli- damente dichoso, ya pueda ó nó evitar las miradas de los hombres y de los dioses. —.En vano intentas comprometernos en esta indaga- ción, dijo Glaucon; porque tú mismo nos has ofrecido hacerlo, al declararte impío si no defendías la justicia con todas tus fuerzas. (1) Los antiguos creían que Delfos estaba situado en el centro del mundo. Véase á Esquilo. Eumenides, v. 40. Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 13. 209 —Son mis propias palabras las que me recuerdas. Voy, pues, á hacer lo que he prometido; pero es preciso que me ayudéis. —Te ayudaremos. —Me prometo de ese modo encontrar lo que buscamos. Si las leyes que hemos establecido son buenas, nuestro Estado debe ser perfecto. —Sin duda. —Por lo tanto, es claro que nuestro Estado es prudente, fuerte, templado y justo. —Es evidente. —Si descubrimos cualquiera de estas cualidades en él, lo que queda será lo que no hayamos descubierto. —Sin contradicción. —Si de las cuatro cosas buscamos una y se nos mues- tra desde luego, limitaremos á ella nuestras indagacio- nes ; y si conociésemos de igual modo las tres primeras, conoceríamos también la cuarta, que seria evidentemente la que quedaba por encontrar. —Tienes razón. —Apliquemos, pues, este método á nuestra indagación, puesto que las virtudes de que se trata, son cuatro. —Apliquémoslo. —No es difícil, en primer lugar, descubrir la pruden- cia; pero encuentro algo de singular con relación á ella. -¿Qué? —La prudencia reina en nuestro Estado, porque el buen consejo reina en él: ¿no es así? -Sí. —No es menos claro que la ciencia preside á este buen consejo, puesto que no es la ignorancia sino la ciencia la que enseña á dictar medidas justas. —Eso es claro. —Pero hay en nuestro Estado ciencias de todas clases. —Sin duda. TOMO vil. 14 Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 14. 210 —¿Es debido á la ciencia de los arquitectos el que el Estado sea prudente y sabio en sus consejos? —No es debido á esa ciencia, porque el elogio recae- ría sobre el arte de la arquitectura. —Tampoco se llamará prudente al Estado cuando de- libere sobre la manera de bacer excelentes obras de car- pintería según las reglas de este oficio. —No. —Ni cuando delibere sobre las obras de bronce ó cual- quier otro metal. —De ninguna manera. —Ni cuando se trate de la producción de los bienes de la tierra, porque esto corresponde á la agricultura. —Sin duda. —¿Hay en el Estado, que acabamos de formar, una cien- cia que resida en algunos de sus miembros y cuyo fin es deliberar, no sobre alguna parte del Estado, sino sobre el Estado todo y sobre su gobierno, tanto interior como exterior? —Sin duda, la bay. —¿Qué ciencia es ésta y en quién reside? —Es la que tiene por objeto la conservación del Estado, y reside en aquellos magistrados que están encargados de su guarda. —Con relación á esta ciencia, ¿cómo Uamas á nuestro Estado? —Verdaderamente prudente y sabio en sus consejos. —¿Crees que baya entre nosotros más excelentes ber^ reros que excelentes magistrados? —Mucbos más herreros. —En general, de todos los cuerpos que toman su nom- bre de la profesión que ejercen , ¿no será el cuerpo de los magistrados el menos numeroso? -Si. —Por consiguiente, todo Estado, organizado natural- Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 15. 211 mente, debe su prudencia á la ciencia que reside en la más pequeña parte de él mismo; es decir, en aquellos que están á la cabeza y que mandan. Y al parecer la natura- leza produce en mucho menos número los hombres, á quie- nes toca consagrarse á esta ciencia; ciencia que es, entre todas las demás, la única que merece el nombre de pru- dencia. —Es muy cierto. —No sé por qué especie de fortuna hemos encontrado esta cosa, primera de las cuatro que buscábamos, así como el punto de la sociedad en que reside. —Me parece suficientemente indicada. —En cuanto al valor, no es difícil descubrirlo así como el cuerpo en que reside, y que obliga á dar al Estado el nombre de valeroso. —¿Cómo? —¿Hay otro medio de asegurarse de si un Estado es co- barde ó animoso, que examinar el carácter de los que es- tán encargados de su defensa? —No. — Porque de que los demás ciudadanos sean cobardes ó valientes, nada se puede deducir con relación al Estado. -No. —El Estado es valiente mediante aquella parte de él mismo, en la que reside cierta virtud que conserva en todo tiempo, respecto de las cosas temibles, la idea que ha reci- bido del legislador en su educación. ¿No es esta, en efec- to, la definición del valor? —No he comprendido bien lo que acabas de decir. Ex- plícalo más. —Digo que la fortaleza es una especie de conservación. — ¿De qué? — De la idea, que las leyes nos han dado por medio de la educación tocante á las cosas que son de temer. Digo en todo tiempo, porque, en efecto, el valor conserva Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 16. 212 siempre esta idea; y no la pierde jamás de vista, ni en el dolor, ni en el placer, ni en los deseos, ni en el temor. Voy, si quieres, á explicarte esto con una comparación. —Me alegro. —¿Sabes la manera cómo se arreglan los tintoreros cuando quieren teñir la lana de púrpura? Entre las lanas de toda clase de colores escogen la blanca, la preparan en seguida con el mayor cuidado, á fin de que tome mejor el coloc de que se trata, y después de esto, la tiñen. Esta clase de tintura no se borra; y látela, ya se la lave simplemente ó ya se la jabone, no pierde su brillantez; mientras que, si la lana que se intenta teñir, tiene ya otro color, ó si se sirve de la blanca sin la conveniente preparación, ya sabes lo que sucede. —Si, ni el color dura, ni tiene brillantez. — Imaginate ahora, que nosotros nos hemos esforzado para hacer lo mismo, escogiendo nuestros guerreros con las mayores precauciones y preparándolos mediante la música y la gimnasia. Nuestra intención alebrar así, es que tomen una tintura sólida de las leyes; que su alma, bien nacida y bien educada, se penetre de tal manera de la idea de las cosas que son de temer, lo mismo que de todas las demás, que ninguna clase de loción pueda bor- rarla; ni la del placer, que para este efecto tiene otra vir- tud distinta que la cal y los lavados, ni el dolor, ni el temor, ni el deseo. Esta idea justa y legítima de lo que es de temer y de lo que no lo es ; esta idea, que nada puede borrar, es á lo que yo llamo valor. Dime ahora si eres de la misma opinión. — Sí; porque me parece, que darás á esta idea un nombre distinto del de valor sino es fruto de la educa- ción, si tiene un carácter brutal y servil; entonces no la considerarás como legítima. — Dices verdad. — Por lo tanto, admito tu definición del valor. Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 17. •213 — Admite igualmente que es una virtud política, y no te engañarás. En otra ocasión hablaremos más por ex- tenso sobre este punto, si te parece bien. Por ahora ya hemos dicho lo bastante, porque no es la fortaleza la que buscamos, sino la justicia. —Tienes razón. —Aún nos restan dos cosas que descubrir en nuestro Estado; la templanza, y después la justicia, que es el ob- jeto principal de nuestras indagaciones. —Muy bien. — ¿Cómo haremos para encontrar directamente la jus- ticia sin tomarnos antes el trabajo de indagar qué sea la templanza? —Yo no lo sé; pero no me gustaría que se nos mostrara aquella la primera, porque entonces no nos tomaríamos el trabajo de examinar lo que es la templanza. Y así te agra- decería que comenzaras por ésta. —Haría yo mal en no consentir en ello. —Comienza, pues, el examen. — Es lo que voy hacer. A lo que yo puedo alcanzar, esta virtud consiste en cierto acuerdo y en cierta armonía, que la distingue délas precedentes. —¿Cómo? — La templanza no es otra cosa que un cierto orden, un freno que el hombre pone á sus placeres y á sus pasiones. De aquí viene probablemente esta expresión, que no en- tiendo bastante bien: ser dueño de sí mismo; y algunas otras semejantes, que son, por decirlo así, vestigios de esta vir- tud. ¿No es así? — Sí, seguramente. — Esta expresión, dueño de sí mismo, tomada á la le- tra, ¿no es ridicula? ¿No seria en este caso el mismo hom- bre dueño y esclavo de sí mismo, puesto que esta expre- sión se refiere á la misma persona? — Sin duda. Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 18. 214 —Hé aquí, á mi parecer, el sentido en que debe tomar- se. Hay en el alma del hombre dos partes: una superior y otra inferior. Cuando la parte superior manda á la infe- rior, se dice del hombre que es dueño de sí mismo, y es un elogio. Pero cuando, por falta de educación ó por cual- quiera mal hábito, la parte inferior impera sobre la su- perior, se dice del hombre que es desarreglado y esclavo de sí mismo, lo cual se tiene por vituperable. —Esa explicación me parece exacta. — Echa ahora una mirada sobre nuestro nuevo Estado, y verás que puede decirse con razón de él que es dueño de sí mismo, si es cierto que debe llamarse templado y dueño de sí propio á todo hombre, á todo Estado, en el que la parte más estimable manda á la que lo es menos. —Ya miro y encuentro que dices verdad. —Sin embargo, • no quiere decir esto que no se en- cuentren en él pasiones sin número y de todas clases, lo mismo que placeres y penas en las mujeres, en los escla- vos , y hasta en la mayor parte de los que se dicen ser de condición libre y que valen poca cosa. — Se encuentran, sin duda. —Pero con respecto á los sentimientos sencillos y mo- derados, fundados sobre opiniones exactas y gobernados por la razón, sólo se encuentran en un pequeño número de personas, que unen á un excelente natural una excelente educación. —Es cierto. —¿Pero no ves al mismo tiempo que en nuestro Estado los deseos y las pasiones de la multitud, que es la parte inferior, serán arreglados y moderados por la prudencia y la voluntad del pequeño número, que es el de los sabios? — Lo veo. —Si de alguna sociedad puede decirse que es dueña de sí misma, de sus placeres y de sus pasiones, es preciso de- cirlo de ésta. Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 19. 215 —Sin duda. —Y que por esta razón es templada; ¿ no es asi ? -Sí. —Y si hay alguaa sociedad, en la que los magistrados y los subditos tengan la misma opinión acerca de los que deben mandar, es seguramente la nuestra. ¿Qué te pa- rece? — No dudo de eso. — Cuando los miembros de la sociedad están así de acuerdo, ¿en quiénes dirás que reside la templanza, en los que mandan ó en los que obedecen ? —En unos y en otros. —Ya ves cuan fundada era nuestra conjetura, cuando comparábamos la templanza con una cierta armonía. —¿Por qué razón? —Porque no sucede con ella lo que con la prudencia y la fortaleza, puesto que encontrándose cada una de es- tas sólo en una parte del Estado, hacen, sin embargo, que el Estado entero sea prudente y valiente; mientras que la templanza está derramada por todos los miembros del Estado, desde los de más baja condición hasta los de la más alta, entre los cuales establece la templanza un acuerdo perfecto bajo el punto de vista de la prudencia, de la fortaleza, del número, de las riquezas de los ciuda- danos ó de cualquier otra cosa. De manera que puede decirse con razón, que la templanza consiste en este buen acuerdo, y que es una armonía establecida por la natu- raleza entre la parte superior y la parte inferior de una sociedad ó de un particular, para decidir cuál es la parte que debe mandar- á la otra. — Soy decididamente de tu dictamen. — Ya hemos encontrado, á mi parecer, lo que hace que sea nuestra república prudente, fuerte, templada. Qué- danos ahora por descubrir lo que debe completar su virtud, y que es claro que tiene que ser la justicia, Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 20. 216 — Eso es evidente. —Hagamos como los cazadores, mi querido Glaucon, averigüemos el punto donde la justicia debe encontrarse, tomemos todas las medidas para impedir que se escape y desaparezca á nuestros ojos. En verdad, debe de estar en algún punto. Mira, y avísame si la ves primero. —Pluguiera á los dioses, pero no será asi: bastante haré si puedo seguirte, y percibir las cosas á medida que me las muestres. — Invoquemos á los dioses y sígneme. —Es lo que voy á hacer. Marcha tú delante. — El lugar me parece oscuro, embarazoso y de difícil acceso. Sin embargo, avancemos. — Pues adelante. Después de haber mirado por algún tiempo: buena nueva, mi querido Glaucon; exclamé yo. Me parece que sigo la pista, y creo que no se nos escape la justicia. — iDichosa nueva! —En verdad que lo mismo tú que yo somos bien poco perspicaces. —¿Por qué? —Hace mucho tiempo, mi querido amigo, que la tene- mos ánuestros pies, y no la hablamos visto. Merecemos que se rían de nosotros como de los que buscan lo que tie- nen entre manos. Fijamos nuestras miradas allá lejos, en lugar de mirar cerca de nosotros, que es donde está. Quizá es esta la causa de habérsenos ocultado por tanto tiempo. —¿Qué dices? —Digo que há mucho tiempo que hablamos de la jus- ticia sin fijar nuestra atención en que es de ella de la que hablamos. —Me haces sufrir con ese largo preámbulo. —Pues bien, escucha y ve si tengo razón. Lo que es- tatuimos al principio, cuando fundamos nuestro Estado, como un deber universal é indispensable, es la justicia Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 21. 217 misma ó, por lo menos, algo que se le parece. Dijimos y hemos repetido muchas veces, si te acuerdas, que cada ciudadano no debe tener más que un oficio, aquel para el que desde su nacimiento ha descubierto mejores disposi- ciones. —Eso es lo que dijimos. —Pero hemos oido decir á otros, y nosotros mismos lo hemos repetido muchas veces, que la justicia consiste en ocuparse únicamente en sus negocios sin mezclarse para nada en los de otro. —Así lo hemos dicho. —Entonces, mi querido amigo, me parece que la justi- cia consiste en que cada uno haga lo que tiene obligación de hacer. ¿Sabes lo que me induce á creerlo? —Nó, dilo. —Me parece que después de la templanza, de la forta- leza y de la prudencia, lo que nos falta examinar en nuestra república debe ser el principio mismo de estas tres virtudes, lo que las produce y, después de produci- das, las conserva mientras subsiste en ellas. Ya dijimos que si encontrábamos estas tres virtudes, lo que quedara, puestas estas aparte, seria la justicia. —Precisamente tiene que ser ella. —Si nos viéramos en la necesidad de decidir qué es lo que contribuirá más á hacer nuestro Estado perfecto, si la concordia entre los magistrados y los ciudadanos, ó la idea legítima é inquebrantable en nuestros guerreros de lo que debe temerse y de lo que no debe temerse, ó la prudencia y la vigilancia de los que gobiernan, ó, en fin, esta virtud mediante la que todos los ciudadanos, muje- res, niños, hombres libres, esclavos, artesanos, magistra- dos y subditos, se limitan cada uno á su oficio sin mez- clarse en los demás, nos seria difícil dar nuestro fallo. —Muy difícil. —Y así esta virtud que contiene á cada uno en los 11- Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 22. 218 mites de su propia tarea, no contribuye menos á la per- fección de la sociedad civil, que la prudencia, la fortaleza y la templanza. —No. —y esta virtud, que unida á las demás, asegura el bien del Estado, ¿no es la justicia? —Seguramente, no es otra cosa. —Asegurémonos de esta verdad por otro camino. Los magistrados en nuestro Estado ¿no han de estar encarga- dos de dar sus fallos sobré las diferencias de los particu- lares? —Sin duda. —¿Y qué otro fin pueden proponerse en sus juicios, sino el impedir que nadie se apodere de los bienes ajenos, ni tampoco que se le prive de los suyos propios? —Ningún otro. —¿Y esto no es así, porque es justo? —Sí. —Luego esta es una prueba más de que la justicia ase- gura á cada urió la posesión de lo que le pertenece y el ejercicio libre del empleo que le conviene. —Es cierto. —Mira si eres tú del mismo dictamen que yo. Que el carpintero se ingiera en el oficio del zapatero ó el zapa- tero en el del carpintero; que cambien sus instrumentos y el salario que reciban ó que el mismo hombre desem- peñe los dos oficios á la vez; ¿crees tú que este desorden cause un gran mal á la sociedad? -No. —Pero si el que la naturaleza ha destinado á ser arte- sano ó mercenario, ensoberbecido con sus riquezas, su cré- dito, su fuerza ó cualquiera otra ventaja semejante, se ingiriese en el oficio del guerrero, ó el guerrero en las funciones del magistrado, sin capacidad para ello; si hi- ciesen m cambio con los instrumentos propios de su oficio Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 23. 219 y con las ventajas que van unidas á ellos, ó si un mismo hombre quisiese desempeñar á la vez estos oficios diferen- tes, entonces creo yo, y tú indudablemente creerás con- migo, que semejante trastorno y tal confusión producirían infaliblemente la ruina de la sociedad. —Infaliblemente. —La confusión y mezcla de estos tres órdenes de fun- ciones es por tanto el acontecimiento más funesto que puede tener lugar en un Estado. Puede decirse que es un verdadero crimen. —Es cierto. —Y bien, ¿no es la injusticia el más grande, el verda- dero crimen contra el Estado ? —Sí. —En esto, pues, consiste la injusticia. De donde se si- gue que cuando cada uno de los órdenes del Estado, el de los mercenarios, el de los guerreros y el de los magis- trados , se mantiene en los límites de su oficio y no los traspasa, esto debe ser lo contrario de la injusticia; es de- cir, la justicia, y lo que hace que una república sea justa. —Me parece que no puede ser de otra manera. —No lo afirmemos aún. Veamos antes si lo que acaba- mos de decir de la justicia considerada en el Estado, puede aplicarse á cada hombre en particular, porque ¿qué más podemos exigir? En el caso contrario, será preciso encami- nar nuestras indagaciones en otra dirección. Pero en este momento procuremos dar fin y cabo á la indagación que hemos emprendido en la seguridad de que nos seria más fácil conocer cuál es la naturaleza de la justicia en el hombre, si ensayábamos antes contemplarla y encontrarla en un modelo más grande. Hemos creído que un Estado nos ofrecía el modelo que deseábamos, y sobre este fun- damento hemos formado uno, el más perfecto que nos ha sido posible, porque sabíamos bien que la justicia ha- bría de encontrarse necesariamente en un Estado bien Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 24. •220 constituido. Trasladeaios á nuestro pequeño modelo, es decir, al hombre, lo que hemos descubierto en el grande, y si en el uno corresponde todo al otro, las cosas marcha- rán bien. Si hay en el hombre algo que no convenga á nuestro gran modelo, repetiremos el ensayo, y compa- rándole de nuevo con el hombre, frotando el uno con el otro, por decirlo así, haremos salir la justicia como sale la chispa del pedernal, y á la claridad que arroje la re- conoceremos sin temor de engañarnos. —Así procederemos con método, y creo que no se puede obrar de otra manera. —Cuando se dice de dos cosas, de las cuales una es más grande y otra más pequeña, que son la misma cosa, ¿son ó nó semejantes en razón de lo que hace que se diga que son una misma cosa? —Son semejantes. —Luego el hombre justo, en tanto que justo, no se di- ferenciará en nada de un Estado justo, sino que será perfectamente semejante á él. —Si. —Pero ya hemos hecho ver que nuestro Estado es justo, porque cada uno de los tres órdenes que le componen obra conforme á su naturaleza y á su destino; y hemos visto también que participa de ciertas cualidades y dis- posiciones de estos tres órdenes por su prudencia, su va- lor y su templanza. —Es cierto. —Luego si encontramos en el alma del hombre tres partes, que respondan á los tres órdenes del Estado, y en- tre los cuales haya la misma subordinación, daremos á es- tas tres partes los mismos nombres que hemos dado á los tres órdenes del Estado. —No podremos menos de hacerlo así. —Aquí nos tienes envueltos, mi querido amigo, en una cuestión bien embarazosa respecto al alma. Se trata de Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 25. 221 saber si tiene ó nó en sí las tres partes de que acabamos de hablar. —No es tan fácil, según creo, porque al parecer, Só- crates, el proverbio tiene razón: lo bello es difícil de realizar. —Pienso como tú; pero ten entendido, Glaucon, que si continuamos aplicando el mismo método, nos será im- posible descubrir lo que buscamos. El camino que debe conducirnos al término, es mucbo más largo y mucho más complicado. Sin embargo, este método puede darnos aún una solución que convenga á nuestra discusión y á lo que hemos dicho hasta ahora. —Me parece que eso que dices debe bastar por el mo- mento. —Sea así; yo me daré también por satisfecho. —Entra, pues, en materia y no te desanimes. —¿No debemos necesariamente convenir en que el ca- rácter y las costumbres de un Estado se encuentran en cada uno de los individuos que le componen, puesto que sólo por medio de ellos han podido pasar al Estado? En efecto, seria ridiculo creer que ese carácter ardiente é in- dómito atribuido á ciertas naciones, como á los tracios á los escitas y en general á los pueblos del Norte, ó ese espíritu curioso y ávido de ciencia, que con razón se puede atribuir á nuestra nación, ó en fin, ese espíritu de interés, que carecteriza á los fenicios y á los egipcios, tengan su origen en otra parte que en los particulares que compopen cada una de estas naciones. —Sin duda. —Esto es muy cierto y no ofrece ninguna dificultad. -No. —Lo verdaderamente difícil es decidir si nosotros obramos en virtud de tres principios diferentes, ó si es un mismo principio el que en nosotros conoce, el que se irrita, el que se deja llevar del placer que va unido á la Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 26. 222 alimentación ó á la conservación de la especie y á los de- más placeres de la misma naturaleza. ¿Es el alma toda ó es sólo una parte de ella la que produce en nosotros cada uno de estos efectos? Hé aquí lo que es difícil ex- plicar de una manera satisfactoria. —Convengo en ello. —Ensayemos decidir por este camino si hay en el alma tres principios distintos ó un solo y mismo principio. —¿Por qué camino? —Es cierto que el mismo sujeto no es capaz, al mismo tiempo y con respecto al mismo objeto, de acciones y pasiones, contrarias. Y así, si encontramos en el alma algo semejante á esto, concluiremos con toda certidumbre que hay en ella tres principios distintos. —Muy bien. —Fíjate en lo que te voy á decir. —Habla. — La misma cosa, considerada bajo la misma relación, ¿puede estar al mismo tiempo en movimiento y en re- poso? —No. —Asegurémonos más de esto para no vernos después embarazados. Si alguno nos objetase, que un hombre, puesto en pié y que sólo mueve las manos y la cabeza, estáá la vez en reposo y en movimiento, le contestaría- mos que no hablaba con exactitud, y que lo que debe de- cirse es que una parte de su cuerpo se mueve, mientras que la otra está en reposo; ¿no es así? —Si. — Si para dar muestras de sutileza sostuviese que la peonza ó cualquiera otro de los cuerpos que giran sobre su eje sin mudar de sitio, está á la vez toda ella en reposo y en movimiento, nosotros no confesaríamos que estos cuerpos estén á la vez en reposo y en movimiento bajo la misma relación. Diriamos que es preciso distinguir en Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 27. 223 ellos dos cosas, el eje y la circunferencia; que respecto de su eje están en reposo, puesto que éste no se inclina á nin- gún lado: pero que, respecto de su circunferencia, se mue- ven con un movimiento circular; y que si el eje llegara á inclinarse á la derecha ó la izquierda, hacia adelante ó hacia atrás, entonces seria absolutamente falso el decir que estos cuerpos estaban en reposo. —Esa seria una respuesta oportuna. —No debemos detenernos por esta clase de dificultades, porque nunca nos convencerán de que la misma cosa, mi- rada bajo la misma relación, sea al mismo tiempo suscep- tible de acciones y de pasiones contrarias. —Jamás me persuadiré de ello. —Sin embargo, para no detenernos mucho en enume- rar todas estas objeciones y en demostrar su falsedad, pasemos adelante suponiendo cierto el principio de que hablamos. Convengamos tan solo en que, si después se de- mostrase que era falso, todas las conclusiones, que hubié- remos deducido, serán nulas. —Es el mejor partido que debe tomarse. — Díme ahora; ¿mostrar que se quiere una cosa y que no se quiere, tender hacia un objeto y alejarse de él, atraerle á sí y rechazarle, son cosas opuestas, sean accio- nes ó pasiones? — Son cosas opuestas. —El hambre, la sed y, en general, los apetitos natura- les, el deseo, la voluntad, todo esto, ¿no está compren- dido en el género de las cosas de que acabamos de hablar? Por ejemplo, ¿no se dirá de un hombre que tiene algún deseo, que su alma tiende á lo que ella desea, que atrae asila cosa que ella querría tener, y que en tanto que de- sea que se le dé una cosa, da señales de que la quiere, como si se le preguntase , anticipándose ella misma en cierto modo al cumplimiento de su deseo? —Sí. Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 28. 224 —No querer, no anhelar, no desear, ¿no es lo mismo que rechazar y alejar de sí? Y estas operaciones del alma, ¿no son contrarias á las precedentes? — Sin contradicción. — Sentado esto, ¿no tenemos apetitos naturales, y so- bre todo , dos que están más ala vista, que son el hambre y la sed? —Sí. —¿No tienen por objeto el uno elbebery el otro el comer? — Sin duda. —La sed, en tanto que sed, ¿es otra cosa en el alma que el solo deseo de beber? En otros términos, la sed en sí ¿tiene por objeto una bebida caliente ó fria, en g-rande ó en pequeña cantidad, y en general tal ó cual bebida? Ó ¿no es cierto más bien que si se une á la sed el calor, este calor añade al deseo de beber el de beber frió; que si se le une el frió, este frió añade al deseo de beber el de be- ber caliente; que si la sed es grande, se quiere beber mu- cho , y si es pequeña, se quiere beber poco; mientras que la sed en sí misma no es otra cosa que el deseo de la be- bida que es su objeto propio , como el comer es el objeto del hambre? —Es cierto. Cada deseo, considerado en sí mismo, se di- rige á su objeto considerado también en sí mismo; y las cua- lidades accidentales son las que, uniéndose ácada deseo, hacen que se dirija hacia tal ó cual modificación de su objeto. No nos dejemos alucinar por la objeción siguiente: nadie desea meramente la bebida, sino una buena bebida; ni meramente la comida, sino una buena comida, porque todos desean las cosas buenas; por lo tanto, si la sed es un deseo, es el deseo de algo bueno, cualquiera que sea su objeto, sea la bebida, sea otra cosa; y lo mismo sucede con los demás deseos. —Esta objeción, sin embargo, parece que es de al- guna importancia. Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 29. 225 — Pero ten en cuenta que las cosas que tienen alguna relación con otras, se refieren á tal ó cual otra cosa, como resultado de esta misma relación, á lo que me parece; y que, por el contrario, tomada cada cosa en sí, sólo se re- fiere á sí misma. —No entiendo lo que dices. —¡Qué! ¿no crees que lo que es más grande no loes sino á causa de la relación que tiene con una cosa más pequeña? —Lo entiendo. —Y si es mucho más grande, lo es con relación á una cosa mucho más pequeña. ¿No es cierto? — Sí. —¿Y que si ha sido ó que si algún dia ha de ser más grande es con relación á una cosa, que ha sido ó que será más pequeña? —Sin duda. —En la misma forma, lo más tiene relación con lo me- nos , lo doble con la mitad; lo más pesado con lo más li- gero , lo más rápido con lo más lento, lo caliente con lo frió, y así de lo demás. ¿No es esto lo que he querido decir? —Sí. — Lo mismo sucede respecto de las ciencias. La ciencia en sí tiene por objeto todo lo que puede ó debe ser conoci- do, sea lo que sea; pero una ciencia particular tiene por objeto tal ó cual conocimiento. Por ejemplo, cuando se in- ventó la ciencia de construir las casas, ¿no se la dio el nombre de arquitectura, para distinguirla délas otras ciencias? —Es cierto. —¿Y de dónde procedía esta distinción sino de que esta ciencia especial en nada se parecía á ninguna otra? — Convengo en ello. —¿Y por qué era así, repito, sino porque tenia tal ob- TOMO Vil. 15 Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 30. 226 jeto particular? Lo mismo digo de las demás artes y de las demás ciencias. —Así es la verdad. —Ya comprendes ahora sin duda alguna cuál era mi pensamiento cuando decia que las cosas tomadas en sí mismas se refieren á sí mismas; y que teniendo tal ó cual relación con un objeto, se refieren á este objeto. Por lo demás, no quiero decir por esto que una cosa sea tal como su objeto; que, por ejemplo, la ciencia de las cosas que sirven ó dañan á la salud sea sana ó enferma, ni que la ciencia del bien y del mal sea buena ó mala; lo único que pretendo es que, puesto que la ciencia del médico no tiene el mismo objeto que la ciencia en general, si no que tiene uno determinado, es decir, lo que es útil ó dañoso á la salud, esta ciencia resulta así también determinada, lo que bace que no se la dé simplemente el nombre de cien- cia, si no el de medicina, caracterizándola por su objeto. — Comprendo tu pensamiento, y le tengo por ver- dadero. —¿No incluyes la sed en -el número de las cosas que tienen relación con otras, y que se refiere á alguna cosa? —Sí, á la bebida. —De manera que tal sed tiene relación con tal bebida, mientras que la sed en si no es la sed de una tal bebida, buena ó mala, en grande ó en pequeña cantidad, sino sim- plemente de la bebida. —Sin duda. —Por consiguiente, el alma de un hombre, que mera- mente tiene sed, no desea otra cosa que beber. Esto es lo que quiere y esto es lo único á que se dirige. — Es evidente. —Y así, cuando busca la bebida y hay algo que le se- para de su propósito, es imposible que sea el mismo prin- cipio el que le obliga á abstenerse y el que le excita á la sed y le arrastra como una bestia hacia la bebida. Porque Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 31. 227 ya dijimos, que un mismo principio no puede producir dos efectos opuestos con relación al mismo objeto. —Eso no puede ser. —Lo mismo que no habría razón para decir, á mi jui- cio, de un arquero, que con sus dos manos atrae el arco bácia sí y le rechaza al mismo tiempo, sino que debe de- cirse, que atrae el arco hacia sí con una mano y le re- chaza con la otra. —Muy bien. —¿No hay personas que tienen sed y no quieren beber? —Se encuentran muchas veces y en gran número. —¿Qué puede pensarse de tales personas, si no que hay en su alma un principio, que les ordena beber, y otro que se lo prohibe y que puede más que el primero? Yo así lo pienso. Este principio que les prohibe beber ¿no es la ra- zón? El que los lleva y los arrastra á ello, ¿no es un re- sultado de la enfermedad ó de una cierta disposición? -Sí. —Tenemos, pues, derecho para decir que son estos principios distintos, y para llamar razón á esta parte de nuestra alma, que es el principio del razonamiento, y apetito sensitivo, privado de razón, amigo de los goces y de los placeres, á esta otra parte del alma, que es el principio del amor, del hambre, de la sed y de los demás deseos. —Tenemos razón para considerarlos como diferentes. — Sentemos como cierto que estos dos principios se en- cuentran en nuestra alma. Pero lo que causa en nosotros la cólera y el valor, ¿es un tercer principio? ¿ó será de la misma naturaleza que los otros dos? —Quizá pertenece al apetito sensitivo. — Me contaron una cosa que tengo por verdadera, y es la siguiente: Leoncio, hijo de Aglaion, volviendo un día del Píreo, percibió de lejos, á lo largo de la muralla septentrional, unos cadáveres tendidos en el lugar desti- Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 32. 228 nado á las ejecuciones de los reos, y sintió á la vez un deseo violento de aproximarse para verlos y un temor mezclado de aversión á la vista de cuadro semejante. Al pronto resistió y se tapó la cara, pero cediendo al fin á la violencia de su deseo, se dirigió hacia los cadáveres, y abriendo los ojos cuanto pudo, exclamó: «¡Y bien! [des- graciados, gozad anchamente de tan magnífico espec- táculo!» —He oido referir lo mismo. — Este suceso nos hace ver que la cólera se opone al- gunas veces en nosotros al deseo, y por consiguiente que es una cosa distinta. — Es cierto. —¿No observamos también en muchas ocasiones, que cuando uno es arrastrado por sus deseos á pesar de la razón, se dirige cargos á sí mismo, se irrita contra lo que le hace violencia interiormente, y que en esta especie de discordia, el valor se pone de parte de la razón? ¿No has experimentado en tí mismo y observado en los demás, que la cólera jamás se pone de parte del deseo, cuando la razón decide que nada debe hacerse? — Seguramente. — ¿No es cierto que cuando se cree no tener razón, se nota más generosidad en los sentimientos y menos motivo para enfadarse, aun en medio de los sufrimientos que otro nos proporcione, como el hambre, la sed, ó cualquiera otro mal tratamiento, cuando se cree que tiene razón para conducirse de esta manera, y contra el cual, para decirlo de una vez, la cólera no puede despertarse? —Nada más cierto. —Pero si estamos persuadidos de que se comete con nos- otros una injusticia, no se inflama entonces nuestra cóle- ra, y no se inclina del lado de lo que nos parece justo? En lugar de dejarse dominar por el hambre, el frió ó cual- quier otro mal tratamiento, ¿no intenta sobreponerse i Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 33. 2¿9 todo? ¿Cesa ni un solo momento de hacer esfuerzos gene- rosos hasta que ha obtenido satisfacción, ó la muerte le ha quitado el poder, ó la razón, siempre presente en nosotros, le ha apaciguado y dulcificado como un pastor tranqui- liza á su perro? —Esa comparación es tanto más justa, cuanto que, como hemos dicho, los guerreros en nuestro Estado deben estar sometidos á los magistrados, como los perros están á los pastores. — Comprendes muy bien lo que quiero decir. Pero hé aquí una reflexión que te suplico me oigas. — ¿Qué reflexión? —Que la cólera nos parece ahora una cosa distinta de como la entendimos al principio. Pensábamos que era parte del apetito sensiti vo, y ahora estamos muy distan- tes de pensarlo así, y vemos que cuando se suscita en el alma alguna rebelión, la cólera toma siempre las armas en favor de la razón. —Es cierto. —¿Y es diferente de la razón ó tiene algo de común con ella, de suerte que no haya en el alma más que dos partes, la razonable y la concupiscible? Ó más bien, así como nuestro Estado se compone de tres órdenes, merce- narios, guerreros y magistrados, ¿el apetito irascible entra también en el alma como un tercer principio, cuyo destino es secundar la razón siempre que no haya sido corrom- pido por una mala educación? — Necesariamente es un tercer principio. — Muy bien. Pero necesitamos demostrar que es dis- tinto de la razón, como hemos demostrado que es distinto del apetito sensitivo. — Eso no es difícil. Vemos que los niños, apenas salen al mundo, están ya sujetos á la cólera, y que para algu- nos nunca luce la razón, y en la mayor parte muy tarde. — Dices muy bien. También puede servir de prueba lo Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 34. 230 que pasa con los animales. Y asimismo podemos traer á colación el testimonio de Homero citado más arriba: Ulises, golpeándose el pecho, reprende asi á su alma (1). Es evidente que Homero presenta aquí dos principios distintos: de una parte, la razón que reprende al valor, después de haber reflexionado sobre lo que conviene hacer ó no hacer; de otra, el valor irracional. —Perfectamente dicho. —En fin, hemos llegado, aunque con gran dificultad, á mostrar claramente que hay en el alma del hombre tres principios, que responden á los tres órdenes del Estado. —Es cierto. —¿No es ahora necesario que el particular sea pru- dente de la misma manera y en la misma forma que el Estado? —Sí. —¿Que el particular sea valiente de la misma manera y por el mismo camino que el Estado? En una palabra, que todo lo que contribuye á la virtud, se encuentre lo mismo en uno que en otro. —Sin duda. —Por lo tanto, mi querido Glaucon, diremos que lo que hace al Estado justo, hace igualmente justo al par- ticular. —Esa es una consecuencia necesaria. —No hemos olvidado que el Estado es justo, cuando cada uno de los tres órdenes que le componen hace úni- camente lo que es de su deber. —No creo que lo hayamos olvidado. —Acordémonos de que cada uno de nosotros será (1) Oáísera, XX,v. n . Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 35. 231 justo y cumplirá su deber, cuando cada una de las par- tes de sí mismo realice su tarea. —Sí; es preciso no olvidarlo. —¿No pertenece á la razón mandar, puesto que en ella es donde reside la prudencia, y que á ella toca también la inspección sobre toda el alma? ¿Y no toca á la cólera obedecerla y secundarla? —Sí. —¿Y cómo se podrá mantener un perfecto acuerdo en- tre estas dos partes sino mediante esa mezcla de la mú- sica y de la gimnasia de que bablamos más arriba, y cuyo efecto será, de una parte, nutrir y fortificar la razón con buenos preceptos y con el estudio de las ciencias, y de otra, dulcificar y apaciguar el valor por el encanto de la medida y de la armonía? —Yo no veo otro medio. —Estas dos partes del alma, así educadas é instruidas en su deber, gobernarán el apetito sensitivo, que ocupa la mayor parte de nuestra alma y que es insaciable por su naturaleza. Tendrán buen cuidado de que, después de ha- berse aumentado y fortificado con el goce de los placeres del cuerpo , no salga de los límites de su deber y no pre- tenda arrogarse sobre el alma una autoridad, que no le pertenece, y que produciría en el conjunto un extraño desorden. —Sin duda. —En caso de un ataque exterior, tomarán las mejores medidas para la seguridad del alma y del cuerpo. La ra- zón deliberará; la cólera combatirá, y secundada por el valor, ejecutará las órdenes de la razón. —Muy bien. —El hombre merece el nombre de valiente, cuando esta parte de su alma, donde reside la cólera, sigue constan- temente en medio de los placeres y de las penas las órde- nes de la razón sobre lo que es ó no es de temer. Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 36. 232 -Sí. —Es prudente mediante esta pequeña parte de su al- ma, que manda j da órdenes, y que es la única que sabe lo que es útil á cada una de las otras tres partes y á to- das juntas. — Es cierto. —¿Y no es también templada mediante la amistad y la armonía que reinan entre la parte que manda y las que obedecen, cuando estas dos últimas están de acuerdo en que á la razón corresponde mandar y que no debe dispu- társele la autoridad? — La templanza no puede tener otro principio, sea en el Estado, sea en el particular. — En fin, mediante todo lo que hemos dicho repetidas veces , será también justo. —Sin contradicción. — ¿Hay por ahora algo que nos impida reconocer que la justicia en el individuo es la misma que en el Es- tado? — No lo creo. — Si en este punto nos quedase alguna duda, la haría- mos desaparecer atendiendo á los absurdos que de lo con- trario se seguirían. —¿Cuáles? —Por ejemplo; si respecto de nuestro Estado y del indi- viduo formado sobre este modelo por la naturaleza y por la educación, se tratase de examinar sí este hombre podría convertir en su provecho un depósito de oro ó de plata; ¿crees que nadie le supondría capaz de un hecho seme- jante , sino aquellos que no están como él formados según el modelo de un Estado justo? —No -lo pienso. —¿ No será asimismo incapaz de robar los templos, di- lapidar y hacer traición al Estado ó á sus amigos? -Sí. Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 37. 233 —¿De faltar en manera alguna á sus juramentos y á sus promesas? — Sin duda. —El adulterio, la falta de respeto para con sus padres y de veneración para con los dioses: hé aquí faltas de las que será menos capaz que otro cualquiera. -Sí. — La causa de todo esto ¿no es la subordinación esta- blecida entre las partes de su alma y la aplicación de cada una de ellas á cumplir sus deberes? —No puede ser otra. —Pero ¿conoces tú alguna otra virtud, que no sea la justicia, que pueda formar hombres de este carácter? — No, seguramente. —Vemos, pues, ahora con toda claridad lo que al principio no hacíamos más que entrever. Apenas había- mos echado los cimientos de nuestro Estado, cuando, gracias á alguna divinidad, hemos encontrado como un modelo de la justicia. —Es cierto. —Y así, mi querido Glaucon, cuando exigíamos que el que hubiese nacido para zapatero ó carpintero ó para cualquiera otro arte, desempeñase bien su oficio y no se mezclase en otra cosa, nosotros trazábamos entonces la imagen de la justicia, y de este modo llegamos á conse- guir nuestro objeto. —Evidentemente. — La justicia, en efecto, es algo semejante á lo que prescribíamos, en concepto de que no se detiene en las ac- ciones exteriores del hombre, sino que arregla el interior, no permitiendo que ninguna de las partes del alma haga otra cosa que lo que le concierne y prohibiendo que las unas se entrometan en las funciones de las otras. Quiere que el hombre, después de haber ordenado á cada una las funciones que le son propias; después de haberse hecho Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 38. 234 dueño de sí mismo y de haber establecido el orden y la concordia entre estas tres partes, haciendo que reine entre ellas perfecto acuerdo, como entre los tres tonos extremos de la armonía, la octava, el bajo y la quinta, y los demás tonos intermedios, si los hubiere; después de haber ligado unos con otros todos los elementos que le componen, de suerte que de su reunión resulte un todo bien arreglado y bien concertado; quiere, repito, que cuando el hombre comience á obrar, ya se proponga reunir riquezas ó cuidar su cuerpo, ya consagrarse á la vida privada ó á la vida pú- blica ; que en todas estas circunstancias dé el nombre de acción justa y bella á la que crea y mantiene en él este buen orden, y el nombre de prudencia á la ciencia que preside á las acciones de esta naturaleza; que, por el con- trario, llame acción injusta á la que destruye en él este orden, é ignorancia á la opinión que preside á una acción semejante. —Mi querido Sócrates, nada más verdadero que lo que dices. — Por lo tanto, no temamos engañarnos, si aseguramos que hemos encontrado lo que es un hombre justo, un Es- tado justo, y en qué consiste la justicia. —Nada tendremos que temer. —¿Lo podremos asegurar? — Sí; ipor Júpiter! — Sea así, y ahora me parece que nos falta examinar lo que es la injusticia. —Sin duda. —¿Puede ser otra (íbsa que una sedición de las tres par- tes del alma, que se extralimitan entrando en lo que no es de su incumbencia, usurpando atribuciones ajenas; una sublevación de la parte contra el todo, para arrogarse una autoridad que no le pertenece, porque por su natura- leza está hecha para obedecer á lo que está hecho para mandar? De aquí, ¿iremos nosotros, de este desorden, de Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 39. 235 esta turbación, es de donde nacen la intemperancia j la injusticia, la ignorancia y la cobardía, en una palabra, todos los vicios. —Es cierto. — Puesto que conocemos la naturaleza de la justicia y de la injusticia, conoceremos igualmente la naturaleza de las acciones justas é injustas. — ¿Cómo? —Sucede con ellas respecto al alma lo que sucede con las cosas sanas y nocivas respecto al cuerpo. -¿Qué? —Que las cosas sanas dan la salud, y las cosas nocivas dan la enfermedad. —Sí. —Lo mismo las acciones justas producen la justicia; las acciones injustas la injusticia. — Sin duda. — Dar la salud es establecer entre los diversos elemen- tos de la constitución humana el equilibrio natural, que somete los unos á los otros; engendrar la enfermedad es hacer que uno de estos elementos domine á los demás contra las leyes de la naturaleza ó sea dominado por ellos. —Es cierto. —Por la misma razón, producir la justicia es estable- cer entre las partes del alma la subordinación, que la na- turaleza ha querido que haya; y producir la injusticia es dar á una parte sobre las otras un imperio, que es contra la naturaleza. * —Muy bien. —La virtud, por consiguiente, es, si puedo decirlo así, la salud, la belleza, la buena disposición del alma; el vi- cio, por el contrario, es la enfermedad, la deformidad y la flaqueza. —Así es. Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 40. 236 — ¿No contribuyen las acciones buenas á crear en nosotros la virtud, y las acciones malas á producir el vicio? — Sin duda. —Por consiguiente, lo único que nos queda por exami- nar es si es útil ejecutar acciones justas, consagrarse á lo que es honesto, y ser justo, sea ó nó tenido uno por tal; ó si lo es cometer injusticias y ser injusto, áuncuando no tenga uno que temer el castigo ni el verse forzado á hacerse mejor mediante el mismo. — Pero, Sócrates, me parece ridículo detenerse en se- mejante examen; porque si cuando la salud está entera- mente destruida, la vida se hace insoportable aun en medio de los placeres de la mesa, de la opulencia y de los honores, con mucha más razón debe ser para nosotros pe- sada carga cuando el alma, que es su principio, esté alte- rada y corrompida, aun cuando por otra parte tenga el poder de hacerlo todo, menos el de librarse á sí misma de la injusticia y de los vicios, y proporcionarse la adquisi- ción de la justicia y de las virtudes. Esto me parece evi- dente, sobre todo, después del juicio que acabamos de formar acerca de la naturaleza de la injusticia y de la justicia. — Seria, en efecto, ridículo detenerse en este examen; pero, ya que hemos llegado al punto de darnos por completamente convencidos de esta verdad, no debemos pararnos aquí. — Guardémonos mucho de perder el ánimo. —Aproxímate y mira bajo cuántas formas, entiendo formas dignas de ser observadas, se presenta el vicio. — Ya te sigo; muéstramelas. —Mirando desde la altura á que nos ha conducido esta conversación, me parece que la forma de la virtud es una, y que las del vicio son innumerables; sin embargo, pueden reducirse á cuatro las que merecen que nos ocupemos de ellas. Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872
  • 41. 237 —¿Qué quieres decir? —Quiero decir que el alma tiene tantas formas dife- rentes como el gobierno. —¿Cuántas cuentas? — Cinco en ambas partes. —Nómbralas. — Digo por lo pronto, que la forma de gobierno, que nosotros hemos establecido es una, pero que se la pueden dar dos nombres. Si gobierna uno solo, se dará al gobierno el nombre de monarquía; y si la autoridad se divide entre muchos, se llamará aristocracia. —Muy bien. —Digo, que aquí no hay más que una sola forma de gobierno; porque que el mando esté en manos de uno solo ó en las de muchos, esto no alterará en nada las leyes fundamentales del Estado, si los principios de educación, que hemos establecido, son rigurosamente observados. —Así parece. Platón, Obras completas, edición de Patricio de Azcárate, tomo 7, Madrid 1872